martes, 14 de diciembre de 2010

Sobre bandas de inmigrantes, vecinos e Iglesia

Estamos en el siglo V después de Cristo. Bandas de miserables, desplazados y hambrientos, cruzan el Rin y el Danubio, la frontera que separa la civilización de la barbarie. Procopio de Cesarea no deja dudas sobre el estado lamentable en que se encontraban antes del cruce. Muchos de éstos habían entrado ya en contacto con los funcionarios romanos, civiles y militares. Tribus enteras exigen tierras que Roma les niega. Finalmente, la fuerza de los hechos decide las situaciones creadas.

Pero las tierras se extinguen por el mal uso que de ellas realizan estos pueblos hasta entonces nómades. Y se producen saqueos a las granjas romanas y luego a sus urbes de provincia. La represión de las Legiones y la presión de otras bandas los movilizan. Hordas de miserables, desplazados y hambrientos cruzan los Alpes y se precipitan sobre Roma.

Una de estas bandas es la de los hunos. Amalgama de pueblos germanos y orientales nómades, unidos bajo el liderazgo de Atila, “el azote de Dios”, en el año 452 caen sobre las llanuras friulianas y el valle del Po. Aquilea, Padua, Verona, Milán son saqueadas y devastadas. Miles mueren y los sobrevivientes se refugian en las montañas o en las islas cenagosas del Adriático norte.

Toda Roma esperaba la llegada de Atila con horror. La ciudad eterna ya no tenía defensas ni ejércitos que oponer. Los que podían se embarcaban hacia Oriente o África o hacia el sur de la Península. Reinaba la desesperanza sobre toda la civilización…

Fue entonces que, mientras los hunos aguardaban acampados para cruzar el Mincio, a la altura de Mantua, fueron interceptados por una figura con extraños ropajes blancos y dorados, que portaba una tiara con triple corona y era acompañado por otros vestidos de rojo. Era el Papa León I, San León Magno para la posteridad.

Ingresa en medio de los sorprendidos bárbaros y el Papa, sin titubear, se detiene delante del tan temido caudillo de los hunos, aquél que se vanagloriaba de que la hierba no crecía más donde su caballo pisaba y que para muchos cristianos representaba el Anticristo que traería el fin del mundo desde el Este. Aún sorprendidos todos por el atrevimiento, el Santo Padre amenaza al terror hecho hombre con el poder de San Pedro, Príncipe de los Apóstoles, si no da la vuelta y abandona Italia.

Como consumido de miedo, el gran Atila se postra ante el Papa y promete dejar tranquila a Roma. Sea que hayan tenido lugar negociaciones, sea que el poder del ejército huno estuviera en peligro por la extensión de su logística, sea que estuviese amenazado por el disenso de otros jefes hunos en la retaguardia o sea que, como relataban las leyendas medievales, hubiese visto a San Pedro y San Pablo aparecerse frente a él y amenazarlo, lo cierto es que Atila cumplió con lo prometido. Y, al menos por esta vez, Roma se salvó. El Papa San León Magno había salvado a los vecinos de Roma.


Estamos ahora en 2010. Bandas de miserables, desplazados y hambrientos, cruzan la Avenida General Paz, que separa a la Ciudad y a la Provincia de Buenos Aires. A su vez venidos antes desde la miseria peruana, boliviana o paraguaya, o desde el hacinamiento y la explotación de las villas y barrios de emergencia. Los medios de difusión no dejan dudas de su estado lamentable. Sus dirigentes habían entrado en contacto ya con funcionarios del gobierno de la ciudad, del Estado nacional o de la provincia, directamente o a través de los “punteros” que sostienen el aparato mafioso-justicialista. Cientos de familias toman el Parque Indoamericano y otros establecimientos públicos, y exigen viviendas. La brutalidad de una policía no profesional y excesivamente intervenida por la política, más las cámaras de televisión y el grito en el cielo de la progresía derechohumanista deciden los hechos. El Parque ha sido tomado y se multiplican las tomas, las usurpaciones y los “okupas”.

Por su parte, los vecinos, muchos de ellos apenas un poquito mejor puesto que viven en los monoblocks linderos o en las villas de los alrededores, reclaman la expulsión de los usurpadores de “su” parque con “sus” canchitas de fútbol y polideportivos. A alguno se le escapa una expresión de repulsa contra estos inmigrantes okupas. Lo cual puede ser comprensible cuando, en la Argentina, uno puede estar toda una vida para poder tener una vivienda propia, y ve a otros que se las regalan por demagogia y márketing político. Incluso, ante la inmovilidad del Estado, que según Hobbes está ahí para evitar la guerra social (dicho en términos contemporáneos), los vecinos responden con piedras, palos, botellas, algún tiro… que es respondido desde adentro de la misma manera.

Pronto se hace evidente el manejo político de una situación que tiene muy poco de espontánea. Se develan los turbios manejos a que son sometidos los habitantes de las villas por cuenta de quienes lucran con ellos, llegando a pagar por esos cuartos miserables alquileres mucho más altos que los que pagarían en los barrios más caros de Buenos Aires por equivalente metraje. El gobierno local y el nacional se tiran acusaciones cruzadas, con algo de cierto y mucho de mentira; mientras un ex presidente interino, vinculado hace 10 años a otros saqueos y ocupaciones, nos explica que “si uno tiene una organización a nivel nacional, puede prevenir estas cosas antes de que sucedan”.

Pero esta vez no hay un Papa León para defender a los vecinos, los trabajadores, los que ahorran toda su vida por una vivienda… No, el papábile Jorge Mario “preside” una misa a metros de donde tienen lugar los hechos (a metros pero lo suficientemente lejos como para que no pierda su carácter meramente simbólico). ¿Creéis acaso que Su Eminencia habló de justicia, orden o respeto, que tal vez denunció el muy evidente trasfondo político de todo lo acontecido, o que quizá defendió los derechos de los pacíficos, los que no okupan, los que ganan el pan de cada día con el sudor de su frente? Pues no, que va. Sino de una Virgen “morocha”, de no discriminación, de una Iglesia que está más allá de los países…

Y se multiplican los pedidos de comprensión, de diálogo, de paz (ahora que ya está consumada la usurpación), de derechos… por parte de la Iglesia argentina; no hay más que ver los comunicados de AICA de los últimos días, incluso la coqueta UCA.

La Iglesia argentina sigue equivocando el mensaje, sigue pensando en términos dialécticos completamente irreales, sigue estancada en una realidad socioeconómica de hace 30 años… Cree que los pobres son buenos por el sólo hecho de serlo, y que los criminales son criminales porque la sociedad los impulsa a ello. Sostiene que con el diálogo de sordos, la beneficencia que premia la vagancia, la comprensión de lo injustificable y la tolerancia de lo intolerable se alcanzará el cielo en la tierra. Desconoce los sufrimientos de tantos que no son lo suficientemente pobres para que les regalen nada, pero ven consumirse los ahorros que no tienen en alquileres, cuotas de tarjetas, compras contrarreloj para ganarle a la inflación. No tiene ni idea de lo que es pagar impuestos abusivos simplemente porque se está en relación de dependencia y uno no tiene forma de zafar. ¿Acaso es rico ese 60% de empleados “en blanco” que gana menos de 2000 pesos al mes? ¿Son ricos los que deberían trabajar 14 años para poder pagar un ambiente en Buenos Aires?

Claro, éstos son los problemas de la clase media. Y se sabe que hablar bien de la clase media está devaluado desde que Marx despreciara a los pequeños burgueses y, entre nosotros, Jauretche despotricara contra el “medio pelo”. Tampoco entre los políticos la clase media es rentable; no se deja manejar por “el pancho y la Coca”, ni tampoco está en condiciones de negociar con cada gobierno de turno para sacar su tajada. Es más, comete el pecado de viajar una vez cada veinte años cuando por algún milagro económico la moneda local se revalúa.

Sin embargo, la existencia de una clase media es lo único que da esperanzas (terrenas) a los pobres. Y esto se ha visto bien estos días. ¿Qué diferencia a un indigente que vive en Buenos Aires de uno que vive en el Altiplano boliviano —quizá, incluso, en mejores condiciones de supervivencia— sino el sueño de que él o sus hijos puedan acceder a la clase media?

Hace unos años, con unos amigos hicimos unas encuestas en algunos de los colegios más caros de Buenos Aires y en algunos de los estatales que se encuentran en los barrios más pobres. Tanto en unos como en otros, arriba del 80% de los encuestados se consideraba “clase media”. Tanto el que iba de vacaciones a Disney como el que pasaba sus vacaciones jugando al fútbol en una plaza se consideraban miembros de la clase media.

Parece que la Iglesia argentina no tiene tiempo ni ganas de ocuparse de ellos.




Rafael, Atila y el Papa León
[Fuente: Wikimedia.]

 

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