Por Cardinale Albus para Radio Spada. [Traducción E. Trento.]
Durante la misma noche, la luz que resplandecía desde aquel lejano pesebre en la más remota provincia romana irradiaba con mística inspiración también al más grande de los soberanos: el emperador Octaviano Augusto. Así lo cuentan los antiguos testigos de la era cristiana:
Dijeron los senadores, viendo en aquel príncipe tanto esplendor que nadie podía mirarlo a los ojos, así como aquella abundante paz y prosperidad por la cual el mundo entero le era tributario: «Queremos adorarte, ya que en ti está la divinidad. ¡Si no fuera así, todo no podría serte favorable!». Octaviano, con reticencia, pidió ser dejado en paz e invocó a la Sibila Tiburtina, a quien relató lo que habían dicho los senadores. Ella decidió pasar un triduo en el cual se maceró en duros ayunos. Transcurrido el tercer día, respondió al emperador: «Esto es lo que ciertamente sucederá, señor emperador: ‘El sello de la sentencia: la Tierra estará empapada de sudor, del Cielo vendrá el Rey para los siglos futuros y, encarnado, juzgará al mundo’». Pronto el cielo se rasgó y sobre Octaviano resplandeció un brillo incontenible: vio en el cielo a una maravillosa Virgen de pie sobre un altar y que en sus brazos sostenía a un niño. Sumamente asombrado, oyó una voz que decía: «Este es el altar del Hijo de Dios». Esta visión ocurrió en la cámara del emperador Octaviano, donde ahora se encuentra la iglesia de Santa María en el Capitolio, llamada precisamente Santa María en Aracoeli.
Pues bien, de San Agustín aprendemos el texto completo de la profecía, que sin embargo el obispo de Hipona atribuyó no a la Tiburtina sino más antiguamente a la Eritrea, aquella sibila que tanto vio de las tribulaciones y pruebas que esperaban a la Iglesia romana:
Vendrá del cielo Aquel que será rey para siempre
es decir, para juzgar en presencia la carne y el mundo.
En este hecho verán a Dios el incrédulo y el creyente,
en lo alto con los santos al final del tiempo.
Estarán con el cuerpo las almas que él juzga,
cuando el mundo yace inculto en densos matorrales.
Los hombres desprecian los ídolos y todo tesoro.
El fuego quemará la tierra y al mar y al polo
desbordándose romperá las puertas del oscuro Averno.
A cada cuerpo de los santos una luz libre será dada, una llama eterna quemará a los culpables.
Cada uno desnudando los actos ocultos manifestará
las cosas secretas y Dios abrirá las conciencias a la luz.
Entonces habrá llanto, todos gemirán rechinando los dientes.
Se quitará el esplendor al sol y cesará la danza en los astros.
Se derrumbará el cielo, el esplendor de la luna cesará;
abatirá los montes y levantará desde abajo los valles.
No habrá en las construcciones del hombre lo sublime y lo alto.
Los montes serán nivelados a los campos y el azul del mar
cesará por completo, la tierra terminará fragmentada:
igualmente manantiales y ríos se secarán por el calor.
Pero entonces una trompeta enviará un triste sonido desde lo alto
del globo para lamentar la culpa infeliz y los diversos tormentos
y la tierra al partirse mostrará el caos del Tártaro.
Los reyes serán reunidos allí delante del Señor.
Caerá del cielo una lluvia de fuego y azufre.
Bien conocido es para los habitantes de la Urbe el profundo vínculo entre el Aracoeli y Belén, como demuestran los maravillosos belenes montados por los sabios frailes que oficiaban en tan grande basílica. Ingenioso y mordaz es el habitual Gioacchino Belli que compuso dos sonetos en enero de 1832, uno de los cuales menciona, además de la Sagrada Familia, a la antigua profetisa que – en estos versos – ridiculiza la mezquindad de Herodes: Cuello a media altura es el ángel custodio / de Jesucristo; y aquellos dos cercanos, / la mujer es la Sibila y el hombre Herodes. / Él le dice a ella: «¿Dónde está ese niño / que mis impuestos quiere evadir?». / Ella responde: «Tienes que hacer un largo camino».
Roma y su imperio fueron realmente esa luna que brillaba con el místico reflejo de Cristo Salvador: así como el pesebre de Belén estaba preparado para recibir al Rey de Reyes, así la Urbe esperaba la entronización de su Vicario. Pero los tiempos inicuos y la ingratitud del hombre han hecho que la Ciudad Eterna se convirtiera en un vulgar bastión de criminales, una cueva de ladrones, un satélite de la iniquidad espumada por los herederos de aquellos tristes y miserables Fariseos devotos a maléficas y mezquinas especulaciones. Sin embargo, ellos no son más que escorias de tinieblas destinadas a ser disipadas por esa misma luz que hace dos mil años resplandeció desde Belén, hasta Roma.
En la Octava de la Natividad 2025.