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viernes, 21 de mayo de 2010
Convocatoria a ponencias: Filosofía de la Economía
lunes, 17 de mayo de 2010
¿Los “neocons” sueltan la mano a Sodano?
A fines de los ’70, un grupo de ex trotskyistas, varios de ellos judíos ateos, se dieron cuenta que las reducciones de los gastos de defensa que favorecían en general los demócratas significaban el deterioro de la capacidad militar de los Estados Unidos para defender al Estado de Israel. Además, este grupo de republicanos “conversos” consideraba que el capitalismo funcionaba mejor que el socialismo que habían abrazado en su juventud y abogaban por el “conservadorismo fiscal”. Sin embargo, respecto a la revolución cultural de los ’60, se mantenían en la misma línea, rechazando a los viejos conservadores y a la “derecha religiosa” (protestante). Por ello, fueron conocidos como “nuevos conservadores” o, abreviando, “neocons”. De entre ellos, resaltarían Norman Podhoretz, David Horowitz, Irving Kristol y Michael Novak. Algunos de sus discípulos, especialmente en temas de relaciones exteriores, tendrían un papel preponderante durante el gobierno de George W. Bush (hijo).
Este último es importante para nuestro caso. Con un bachillerato en Teología de la Gregoriana y una maestría en Filosofía de las Religiones de Harvard, Novak fue corresponsal en Roma durante el Concilio Vaticano II, convirtiéndose en una especie de periodista católico estrella para los sectores más progresistas de la Iglesia estadounidense. A su regreso, fue contratado por Stanford (en ese tiempo aún controlada por la iglesia presbiterana) y se hizo famoso allí por su libro Teología de la Política Radical, fruto de sus conferencias sobre ecumenismo, liberación sexual, pacifismo, etc. Pero a fines de los ’60, regresa a la Costa Este y comienza su camino “a la derecha”, especialmente en materia económica, lo que culminaría en 1978 con su ingreso al Instituto Empresarial de los Estados Unidos (grupo de presión neo liberal). En los ’80 cristalizaría su postura de católico neo liberal, influyendo en personajes como, para el caso argentino, Mariano Grondona que lo tradujo y editó en nuestro medio.
En septiembre de 1990, con bombos y platillos, se comunicaba la conversión al catolicismo de Richard John Neuhaus. Neuhaus había sido un pastor luterano que había ganado notoriedad como defensor de los “derechos civiles” en los ’60 y su oposición a la Guerra de Vietnam. Pero, en 1973 tras el famoso caso Roe versus Wade que habilitó el aborto libre en los Estados Unidos, se apartó de los grupos de izquierda que había frecuentado y comenzó a acercarse a los “neocons”. Fundó en 1984 el Centro por la Religión y la Sociedad como parte del Instituto Rockford y, tras ser expulsado por causas nunca aclaradas, creó su propio Instituto sobre Religión y Vida Pública que, hasta la fecha, edita la revista First Things. Mientras tanto, enojado con el relativismo que iba apoderándose del luteranismo, comenzó a acercarse a la Iglesia Católica de la mano de Novak. Curiosamente, el cardenal O’Connor, arzobispo de Nueva York, lo ordenó sacerdote sólo un año después de converso y dio su bendición a los “neocons” católicos liderados por Neuhaus. Según la revista Time en 2005, el P. Neuhaus era la mayor influencia del entonces presidente Bush en temas relacionados con el aborto, la investigación con células madres, la clonación y el matrimonio. Neuhaus falleció en enero de 2009 a los 72 años.
Caído el Muro de Berlín, los “neocons” católicos vieron su oportunidad para influir en la Iglesia. En cierta forma, los ’90 fueron su década. Hábilmente, mediante la multiplicación de conferencias y libros por todo el mundo, se convirtieron en los exégetas “oficiales” de la encíclica Centesimus Annus de Juan Pablo II de 1991. Además de Novak y el P. Neuhaus, el otro pilar del movimiento es George Weigel. Weigel, que durante el gobierno de Reagan se vio involucrado en el affaire Irán-Contras, fundó el Centro de Ética y Políticas Públicas de Washington, en la capital norteamericana. Convertido en el “biógrafo oficial” del papa Juan Pablo II y con vinculaciones innegables con la Secretaría de Estado vaticana, es el principal lobbista del grupo neocon en la Santa Sede.
Nacido en 1927, el segundo de seis hermanos de una familia piamontesa cuya cabeza fue un diputado demócrata cristiano, Angelo Sodano pasó su vida entre libros, primero como estudiante y luego como burócrata curial. En 1977 saltó a la fama al ser designado nuncio en Chile, en medio de la “broma de guerra” con la Argentina. Y allí comenzó a intervenir en la política local, jugando de intermediario entre la Santa Sede, el gobierno de Pinochet y la oposición. En el ’86, luego de que varios sacerdotes escribieran al Papa pidiendo su remoción, saltó a la Curia Romana con un puesto similar al de canciller y en el ’90 ascendería a Secretario de Estado—el cargo más alto de la Santa Sede, una especie de primer ministro para asuntos temporales. Presidió celebraciones con alto contenido político como los funerales del cardenal O’Connor o el de la Madre Teresa. Y, en 2002, a pesar de contar ya con 75 años, Juan Pablo II lo mantuvo en su cargo por lo que, gracias a la débil salud del Santo Padre, fue durante unos años el verdadero poder en Roma. Fue, asimismo, durante esos años el vínculo de George W. Bush con la Santa Sede. A él acudió Bush en 2004 pidiendo la colaboración de los obispos estadounidenses y, al año siguiente, Condoleezza Rice consultó a Sodano respecto a la política estadounidense en Medio Oriente.
Por eso, es notable este editorial de First Things—el principal medio de los neocons católicos de los Estados Unidos.
El Costo del Padre Maciel
por Joseph Bottum*
Adelanto del especial incluido en el nuevo número de First Things: En el Foro Público de este mes, Joseph Bottum evalúa el daño causado por los escándalos de la Legión de Cristo.
El cardenal Sodano debe irse. Siendo decano del Colegio de Cardenales, se ha visto demasiadas veces al filo del escándalo. Ni muy acusado, ni muy culpado, sin embargo su nombre ha aparecido en una serie demasiado larga de testimonios, registros judiciales y noticias—un bochorno persistente en la Iglesia a la que sirve. El Vaticano respondió de una manera desorganizada ante el frenetismo de las historias recientes de la prensa acerca de casos de frecuentes abusos en los últimos treinta años. Lo que debe hacer es poner su casa en orden, recortando las sobras de una burocracia que permitió que estos escándalos se agravasen durante tanto tiempo.
Las últimas revelaciones se refieren a beneficios financieros que el cardenal Sodano recibió del P. Marcial Maciel Degollado, el corrupto estafador que fundó la Legión de Cristo y su grupo asociado de laicos, Regnum Christi. Y esas revelaciones vienen a renglón seguido de las sentencias de 2008 de Raffaello Follieri por la comisión de fraudes en transferencias y lavado de dinero. (La empresa de Follieri, recordarán, negociaba con propiedad eclesiástica en desuso y como argumento para su defensa recurrió al prestigio del sobrino del cardenal Sodano que era su vicepresidente.) Esas noticias siguieron, a su vez, a las del supuesto papel del Cardenal en la obstrucción de una investigación en 1995 de las acusaciones, luego comprobadas, contra el acosador episcopal de Viena, Hans Hermann Groër.
En cierta forma, por supuesto, esto es muy triste. Una larga carrera en la Iglesia no está terminando bien y sería más gentil proteger al hombre y dejarlo caer sin que se note. Pero el cardenal Sodano mismo parece no estar dispuesto a que esto suceda así. Hablando sobre las noticias que aparecieron en las portadas de casi todos los diarios del mundo, dijo públicamente al Papa en la Pascua de este año: “El pueblo de Dios está contigo y no se deja impresionar por los chismes [1] del momento.”
¿Chismes? Hay lugar para quejarse por la forma en que los escándalos han sido utilizados con todo tipo de fines bajo el sol, pero cuando el sujeto abusado y sodomizado es un niño, chismes no es la mejor palabra. Peor aún, tras toda una temporada de respuestas mal manejadas por parte del Vaticano ante la furia de la prensa, la línea de respuesta elegida por Sodano fue una grosera falta de tacto y sirvió mayormente para dar a los medios otro día más de titulares. Como están las cosas, si (Dios no lo quiera) el Papa Benedicto fuese a morir, las exequias serían dirigidas por el cardenal Sodano—y las agencias de noticias, hora tras hora, nos recordarían todo lo que está asociado con este nombre.
Pero ése no es el problema real. El asunto más profundo es la falta de consecuencias—consecuencias visibles—por las fallas, torpezas y malas compañías en el Vaticano. El problema real es que ninguna cabeza ha rodado, ninguna penalidad ha sido aplicada, tras los engaños del P. Maciel.
Durante muchos años, el cardenal Sodano recibió dinero y beneficios para sus proyectos de parte de la Legión de Cristo, y en 1998 suspendió las investigaciones sobre abuso sexual del fundador de la Legión. Ese aparente quid pro quo debería tener un precio.
Debería tener un precio precisamente porque el escándalo del P. Maciel es tan mortífero. Los casos de abusos de niños fueron una corrupción en la Iglesia. Lo que el P. Maciel intentó, fue la corrupción de la Iglesia. A mucha gente hizo quedar como tonta, incluyendo al creador de esta revista, Richard John Neuhaus, que una vez defendió a Maciel en una columna de 2002, antes de aceptar que el cardenal Ratzinger (que investigaba a Maciel desde la Congregación para la Doctrina de la Fe) y Juan Pablo “saben más que yo respecto a la evidencia”.
La ironía es que el P. Neuhaus no tomó la defensa por pedido de Maciel, a quien nunca conoció bien. Lo hizo porque gente que sí conocía bien, jóvenes sacerdotes estadounidenses de la Legión, le rogaron que lo hiciera, diciéndole que su fundador sufría un ataque que era con certeza falso e injusto. Las primeras víctimas son los hombres, mujeres y niños que Maciel, en su perversidad polimorfa, abusaba sexualmente; pero el segundo conjunto de víctimas son sacerdotes buenos, fuertes y dinámicos que casi no tenían contacto con el hombre y que, sin embargo, están manchados por las acciones de aquél.
En la larga historia de la Iglesia, instituciones religiosas duraderas fueron construidas por pecadores, pero usualmente la espiritualidad de la nueva orden intentaba corregir sus pecados: una forma, un carisma, que conducía a tales pecadores hacia Cristo. Sin embargo, Maciel asentó sus pecados, y su poder para encubrir esos pecados, con profundidad en la espiritualidad de la Legión de Cristo—en la forma en que se maneja la confesión, como se trata con la obediencia y como se entiende la autoridad.
Los obispos que tuvieron a su cargo la visita apostólica de la Legión ya terminaron su trabajo, presentando su informe al Vaticano el 30 de abril. Como anticipo, los directores de la Legión emitieron un comunicado el 26 de marzo, en el que se lee, “Queremos pedir perdón a todas aquellas personas que lo acusaron en el pasado y a quienes no se dio crédito o no se supo escuchar pues en su momento no podíamos imaginarnos estos comportamientos.” El 25 de abril, el P. Owen Kearns, editor del diario de la Legión, el National Catholic Register, agregó: “A las víctimas del Padre Maciel, les ruego que puedan aceptar estas palabras: ‘Pido perdón por lo que nuestro fundador les hizo. Pido perdón por sumar a su pesar mi defensa de él y mis acusaciones contra ustedes. Pido perdón por no haber sido capaz de creer en ustedes antes. Pido perdón porque este pedido haya tardado tanto.’”
Todo eso es bueno, pero, sin embargo, no es suficiente. First Things nunca recibió dinero de la Legión (y lo más cercano que estuve personalmente de sus finanzas fue una única reseña de una novela de Orhan Pamuk que escribí para el National Catholic Register en 1997). Pero uno piensa en personas como Thomas Williams [2], Tom Hoopes [3], Thomas Berg [4] y todos los otros amigos y conocidos que tenían contactos con la Legión de Cristo y con Regnum Christi. Por esa causa, muchos comentaristas católicos estadounidenses han brindado conferencias en los eventos del movimiento a lo largo de muchos años. El dinero que recibieron nunca fue significativo, pero todo contribuyó a crear una atmósfera dentro de la cual la Legión pudo cerrar filas tras las primeras acusaciones públicas contra Maciel
Esa atmósfera debe eliminarse, lo que requerirá el reescribir y reordenar no sólo la estructura institucional sino también el diseño espiritual de la Legión de Cristo y de Regnum Christi.
En abril, el National Catholic Reporter publicó un artículo en dos entregas sobre los asuntos financieros de Maciel. Es curioso que con la obsesión por todo lo católico esta primavera (otoño en el hemisferio sur), un tiempo cuando la larga Cuaresma de 2002 pareció regresar, el artículo recibió muy poca atención. Tal vez fue porque el autor, Jason Berry, no logró la historia que deseaba. Su relato sobre el efectivo en Roma tenía fuentes muy débiles y su relato de las acciones de Maciel en México no parecía ofrecer el arma homicida que todos buscaban—la que demuestra las conexiones de la Legión con la corrupción endémica de la política mexicana, o con personajes como Carlos Slim, cuyo monopolio telefónico[5] y conexiones políticas lo han convertido en el hombre más rico del mundo.
Como escribí cuando los artículos aparecieron por primera vez, aunque como ejercicio del periodismo eran torpes, su torpeza conduce a lo que parece ser verdad. Una gran parte de las razones por las cuales los principales medios no recogieron la historia puede ser porque no encajaba en la narrativa del momento—ya que Joseph Ratzinger, primero como cardenal y luego como papa, sale del escándalo Maciel poco menos que como héroe. No fue sino hasta el final que Juan Pablo II dejó de ver en Maciel a una figura latinoamericana carismática, que recolectaba dinero y entrenaba sacerdotes vibrantes y activos. El cardenal Ratzinger vio con claridad más lejos, a pesar de la poderosa protección del cardenal Sodano sobre Maciel.
La narrativa periodística de esta primavera dejó de lado muchos otros informes. A lo largo de marzo y abril, Der Spiegel, el New York Times y el Irish Times—para nombrar unos pocos—estuvieron trabajando, con demasiado detalle para lo que es normal en los medios, con acusaciones de que el mismo Papa debía estar involucrado de alguna manera en el encubrimiento de crímenes en la Iglesia.
Un razonamiento más preciso, como escribí en un artículo reciente para el Weekly Standard, dejaría ver que la primera parte de los escándalos—la parte más malvada y desagradable—está, en general, acabada. Por una variedad de razones, los católicos sufrieron la corrupción de sus sacerdotes, en un período alrededor de 1975, año en que el porcentaje de predadores sexuales entre el clero alcanzó un récord vil. La Iglesia tiene ahora procedimientos severos para la protección de los niños y los casos que ahora se discuten, reales o imaginarios, tienen más de una década.
La segunda parte de los escándalos, sin embargo, se refiere no a criminales en su mayoría ya muertos, sino a la institución viva. Los obispos que debieron sancionar a estos sacerdotes corruptos catastróficamente no lo hicieron. Nunca hubo muchos de estos casos católicos, pero hubo demasiados—con cada uno vemos con horror no sólo el acto en sí mismo, sino la falta de reacción de los obispos. La Iglesia Católica no comenzó la epidemia mundial de abuso sexual de niños y tampoco materialmente contribuyó a ella. Sin embargo, la burocracia de la Iglesia no hizo casi nada para combatir esta epidemia cuando se manifestó en su propio clero. Y por estas fallas, cada católico está pagando—no sólo por los casi tres mil millones de dólares que se han perdido en juicios, sino también por la sospecha sobre todos sus pastores y una profunda vergüenza.
En la medida en que sea posible salir bien de todo esto, el que lo ha logrado es el papa Benedicto. A pesar de lo mucho que se ha publicado intentando involucrarlo, nada de ello resiste el menor escrutinio. Lo que no debería ser realmente una sorpresa. Este hombre fue uno de los pocos que vio que existía un problema real—quien, en 2005, abiertamente denunció “la suciedad en la Iglesia y en el sacerdocio”. Una víctima maltesa de abusos que se reunió con el Papa en abril dijo en una entrevista: “No tenía ninguna fe en los sacerdotes. Ahora, tras esta experiencia conmovedora, tengo esperanzas de nuevo. Ustedes en Italia tienen a un santo. ¿Se dan cuenta? ¡Tienen un santo!”
No es que el Vaticano se las haya arreglado bien para contar esta historia. Las respuestas de la burocracia en Roma se han movido entre los silencios cómplices y las quejas desencaminadas. Pueden existir buenas razones para no meterse en el juego publicitario en el cual está atrapado el mundo de hoy—conducido por los ciclos mediáticos, las celebridades de la cultura y los dramas de pena y fama. Las ruedas del catolicismo siempre se han movido lentamente, operando con una deliberación que no puede ni debe ir al paso frenético del mundo. También puede haber buenas razones para que la Iglesia tome al mundo como lo encuentra, intentando movilizar a la gente hacia Cristo desde donde esa gente está realmente.
Pero durante estos meses recientes de locura, el Vaticano adoptó sin éxito ambos modos. La burocracia intentó apelar a las relaciones públicas y lo hizo muy mal. Y la burocracia intentó también la revisión interna, para edificación de su gente y la buena disciplina de sus sacerdotes, y eso también no lo hizo de forma particularmente buena. Los fieles están tristes, respondiendo ante las noticias con pesar y silencio, y el clero está descorazonado y confundido.
Por cualquier razón que sea, un personaje como el cardenal Sodano debe ser removido de su cargo actual y mandado a servir a la Iglesia mediante la oración. Todos en la Iglesia necesitamos que se nos enseñe que hay consecuencias por los errores escandalosos. Y, para el mundo exterior, el catolicismo necesita contar una historia, una noticia que pueda transmitir la verdad simple: a pesar del pecado de sus miembros, la Iglesia sigue siendo lo que ha sido—una luz en la oscuridad, una fuerza de amor para los débiles y los pobres y una esperanza para la humanidad en su camino hacia la verdad salvadora de Dios.
*Joseph Bottum es editor de First Things.
[Original]
[1] Original: chiacchiericcio (chismes malintencionados).
[2] Thomas Williams es profesor de los departamentos de Estudios Religiosos y de Filosofía de la Universidad del Sur de la Florida (Tampa, Estado de Florida). Entre otras obras, ha traducido al inglés a Duns Scotus, Santo Tomás de Aquino, San Agustín y San Anselmo.
[3] Tom Hoopes es actualmente profesor del Colegio Benedictino de Atchison (Estado de Kansas). Fue editor del National Catholic Register y de la revista Faith & Family de los Legionarios de Cristo, puestos a los que renunció a fines de 2009.
[4] Thomas Berg es sacerdote de los Legionarios de Cristo y director ejecutivo del Instituto Westchester por la Ética y la Persona Humana.
[5] Teléfonos de México (“Telmex”), América Móvil (“Telcel” y “Claro”) y sus respectivas subsidiarias, y participaciones significativas en empresas estadounidenses como The New York Times Company y AT&T.
miércoles, 12 de mayo de 2010
Un gran libro del Padre Sáenz
El padre Sáenz nos tiene acostumbrados a buenos libros de divulgación sobre los más diversos temas, especialmente los históricos. Hemos tenido la gracia de asistir a muchísimas de sus conferencias y de disfrutar, especialmente, de las tertulias y charlas más informales que se arman tras bastidores.
Pero en esta ocasión se ha lucido. Estamos ante uno de sus mejores escritos. Nos explicamos.
El de La Vendée es un tema histórico complejo. Elípticamente obviado por la historiografía “seria” durante algo más de dos siglos —por diversas razones que van desde el no “ensuciar” a la sacrosanta y pura Revolución francesa, hasta el desencajar en moldes ideológicos apriorísticos que ven la historia como un progreso constante—, al mismo tiempo se convirtió en “trinchera” de toda una bibliografía de barricada de mucha menor circulación pero con importantes ecos en todo el pensamiento contrarrevolucionario contemporáneo. Y el Padre Sáenz no teme entrar al tema con objetividad, resaltando lo santo y heroico que tuvo (innegable), pero sin olvidar los claroscuros, las disensiones, las traiciones, las corrupciones, el cansancio general y los fracasos.
Asimismo, La Vendée es aún hoy una herida abierta. En los últimos años, una iniciativa de legisladores de la Francia Atlántica, de casi todo el arco ideológico, intentó en vano obtener una declaración parlamentaria de reconocimiento del genocidio vandeano. Este tema también aparece aquí considerado por el Padre. También se mete a considerar una herida en la Iglesia de Francia que aún existe: la tan sufrida “Petit Eglise” —tan pequeña (se calculan hoy en día en no más de cuatro mil fieles)—, que se opuso, con una fortaleza épica, al Concordato que Napoleón arrancó a Pío VII (y, especialmente, a sus “Artículos Orgánicos” que lo violaban ab initio).
Con una maestría singular, en un volumen que es de ágil lectura, el P. Sáenz sintetiza extensísimos tomos que se han escrito sobre La Vendée, y no sólo. Además de relatar los sucesos militares y políticos de las Guerras Vandeanas, hay lugar para temas como la cuestión del clero juramentado y el clero refractario, la descripción del “Ejército Católico y Real”, la insurgencia en Bretaña y Normandía, las personalidades de los principales comandantes y jefes de ambos bandos, la conflictiva relación de La Vendée con Napoleón primero y con el gobierno de la Restauración después, y —finalmente— la “epopeya romántica” de la Duquesa de Berry que, en 1832, pone un punto final (y trágico) a la contrarrevolución en Francia. Pero no faltan tampoco las anécdotas, la “historia menuda”, las reflexiones y las moralejas, que hacen más amena aún la lectura de estas poco más de 400 páginas.
No hemos observado erratas, y la edición en tapa blanda es de calidad muy aceptable. Lo cual se agradece en estos tiempos. Se incluyen, además, unas láminas en papel plastificado (aunque en blanco y negro) con retratos de los principales personajes y de algunos de los famosos vitrales de La Vendée (que aquí abajo reproducimos), haciendo de este librito un verdadero tesoro, que, desde ya, recomendamos.
Detalles del vitral llamado "du massacre du Petit-Luc",
en la iglesia de Saint-Pierre, Les Lucs-sur-Boulogne, Vendée,
obra del maestro-vidriero Lux Fournier.
martes, 11 de mayo de 2010
Verdades
lunes, 3 de mayo de 2010
Acerca de Reescribir la Biblia: Los estudios bíblicos católicos en los ’60
Padre BRIAN W. HARRISON, O.S.
Existe un viejo refrán que dice que la historia la escriben los que ganan. La idea es que, tras que se ha peleado una guerra, aquéllos que, al emerger como ganadores logran controlar el presente, pueden, de cierta forma, controlar también el pasado. Pueden asegurarse que los medios de comunicación principales presenten la historia de un conflicto reciente desde su propio punto de vista, mostrándose a sí mismos, naturalmente, como los héroes y a sus opositores vencidos como los villanos. De hecho, con frecuencia ha resultado deliciosamente fácil para ganadores todopoderosos reescribir la historia de modo que parezca no sólo que su triunfo fue justo y correcto, sino también inevitable: pueden representarse a sí mismos como si simplemente se hubiesen mantenido en la cresta de las inmensas olas marinas del destino que supuestamente está constantemente empujando la historia humana hacia su progreso inexorable en dirección a mayores niveles de madurez, libertad, prosperidad e ilustración científica. Este reescribir la historia, en síntesis, puede ser una poderosa arma de la “guerra cultural” contra el secularismo racionalista en el cual los católicos se han visto involucrados cada vez más durante el siglo pasado.
El Dr. E. Michael Jones, en un conjunto de escritos y conferencias recientes, ha expuesto la manera en que las fuerzas que se alinean contra los principios morales cristianos han penetrado en forma devastadora en el catolicismo – y así en toda la cultura occidental – especialmente desde mediados de los ’60. Leyendo y escuchando a Jones, me ha chocado el curioso paralelo cronológico que ha salido a la luz en mi investigación sobre la historia reciente de los estudios bíblicos católicos. Pues fue durante los mismos años cruciales – desde alrededor de 1962 hasta 1967 – que lo que podríamos llamar revolución racionalista obtuvo una serie de victorias demoledoras que le dieron el control efectivo sobre las principales instituciones católicas que promueven los estudios escriturísticos, comenzando desde la cima: el Pontificio Instituto Bíblico de Roma. Las convicciones católicas se refieren básicamente a “la fe y la moral”; y parece que la estrategia de la ilustración cultural desde mediados de los ’60 ha sido atacar esos dos polos. Jones ha documentado el asalto sobre la moral, pero el simultáneo asalto a la fe en esos mismos años, mayormente mediante el minado de la credibilidad de las Sagradas Escrituras como fuente de la fe, es una historia que aún no ha sido contada. Durante ese asalto y después, la técnica de reescribir la historia, especialmente por la vía de la manipulación y la citación fuera de contexto de documentos magisteriales católicos, representó un papel protagónico para ganar y mantener la aceptación de facto de esta revolución por parte de los pastores de la Iglesia.
Estos eventos de los ’60 no fueron los primeros en cuales los estudios bíblicos tendrían que cumplir un rol en la guerra cultural. En otro artículo publicado en Culture Wars, en diciembre de 1996, Beaumont y Walsh delimitaron la manera en que las tendencias antipapales del estudio del Evangelio de Mateo eran fomentadas por las universidades alemanas como parte del Kulturkampf de Bismark hace más de un siglo atrás. Pero, la situación actual es, creo, aún más crítica; éste es la primera hipótesis que pretendo demostrar en este artículo. En verdad creo que es difícil exagerar la gravedad de la situación con la que nos enfrentamos. La premisa sobre la que se basa mi estudio es que durante los últimos cuarenta años el estudio católico ortodoxo de la Escritura no sólo ha perdido una importante batalla; ha perdido una guerra. Se ha visto devastado y casi completamente borrado del mapa. Los estudios disidentes, racionalistas y neo-modernistas de la Biblia han estado en control desde los ’60 en casi todas las principales instituciones católicas universitarias, y claramente se insinúa (aunque no se diga en público con todas las letras) incluso en documentos recientes de la Pontificia Comisión Bíblica, aquel augusto cuerpo de unos veinte exégetas notorios de todo el mundo que asesora al magisterio de la Iglesia en cuestiones bíblicas. No malgastaré tiempo ni espacio aquí para dar evidencia documental para justificar el diagnóstico oscuro del estado presente de las cosas; es, como dije, una premisa que sostiene el resto de lo que tengo para decir. Mi argumento principal es que estos progresistas triunfalmente victoriosos son los que han estado escribiendo – o reescribiendo – casi todos los registros históricos disponibles de los desarrollos recientes en los estudios bíblicos católicos. Y deseo ofrecer algunas reflexiones críticas sobre la lectura convencional de la historia.
Antes de avanzar, sin embargo, definiré mis términos en forma un poco más precisa. Cuando hablo de “estudios escriturísticos católicos ortodoxos”, quiero decir estudios conducidos estrictamente por el cuerpo coherente de enseñanzas magisteriales que ha sido desarrollado por las grandes encíclicas bíblicas del último siglo, y por la constitución Dei Verbum, sobre la Revelación Divina del Vaticano II – interpretada, como debe ser, en armonía con aquellas otras encíclicas. Entre los puntos principales sobre los que insiste la enseñanza papal y conciliar están los siguientes:
Primero, la Sagrada Escritura está libre de error en todo aquello que los escritores sagrados afirman, sin importar el tema. Una y otra vez, el Magisterio ha insistido que ningún intérprete católico puede atreverse a restringir la inerrancia bíblica a la clase de afirmaciones que él cree tienen algún valor religioso o “salvífico”, al mismo tiempo que admite la posibilidad de errores bíblicos en otras materias supuestamente “profanas”; pues, como lo dice el Vaticano II [1], todo lo afirmado por los escritores humanos de la Biblia es afirmado por el mismo Espíritu Santo. Eso es precisamente lo que significa inspiración divina de la Escritura.
Segundo, la Escritura debe ser interpretada de acuerdo con la Sagrada Tradición, en particular, el consenso unánime de los primeros Padres y las declaraciones del Magisterio de la Iglesia; y
Tercero, aunque la identificación de géneros literarios precisos de algunas partes de la Biblia puede ser un debate legítimo, los cuatro Evangelios, del comienzo al final, definitivamente pertenecen al género literario de la historia en el sentido fuerte y total de la palabra. Como lo dice el Vaticano II, los Evangelios “siempre” (semper) nos cuenta “la verdad honesta” acerca de Jesús, entregando a los “fieles” lo que “realmente hizo y dijo Nuestro Salvador hasta el día en que fue ascendido”. [2]
Cuando digo que los estudiosos católicos ortodoxos de la Escritura han perdido toda una guerra desde el Vaticano II, lo que quiero decir es que uno encontrará muy pocas facultades de teología católicas en todo el mundo donde los profesores de Sagrada Escritura sostengan estos tres puntos de manera clara, consistente y sin ambigüedades.
Llego aquí al principal tema de mi ensayo, que he intitulado “Desmitologizando la leyenda áurea”. Aquí también es necesaria una pequeña explicación de los términos. Probablemente no existe una sola palabra que apunte más directamente al problema central de los estudios bíblicos del siglo XX que la palabra “desmitologizar”. Es una palabra que primero se puso de moda en círculos protestantes progresistas, especialmente como resultado de la lectura existencialista radical de la Escritura promovida por el exégeta alemán Rudolf Bultmann.
La idea central es que el hombre moderno “científico” no puede ya aceptar literalmente la cosmovisión de la Biblia – una cosmovisión que incluye la creencia en intervenciones sobrenaturales y preternaturales en el mundo de nuestra existencia: las visiones, los milagros, las profecías cumplidas, las posesiones demoníacas y los exorcismos, las apariciones de ángeles portando mensajes del Cielo, y lo demás. Si encontramos que tales fenómenos son increíbles, ¿abandonaremos entonces la fe en la Biblia como Palabra de Dios? Tal podría verse como el camino honesto y lógico – uno que muchos ateos y escépticos han tomado a lo largo de los siglos. Sin embargo, el teólogo desmitificador no ve esa necesidad de una respuesta tan drástica ante las revelaciones (o supuestas revelaciones) de la ciencia moderna. La solución propuesta es que más que negar la verdad de la Escritura, simplemente debemos reinterpretar la Escritura. Por un lado, dice, deberíamos reconocer que los relatos bíblicos de intervenciones sobrenaturales en el cosmos son realmente míticas puesto que la ciencia moderna las desautoriza. Por otro lado, estos mismos relatos deberían ser valuados y apreciados por su profundo significado espiritual: deben entenderse como expresiones de verdades profundas acerca de las realidades divina y humana, como una especie de ropaje literario apropiado para la cultura ingenua y pre-científica. El “lenguaje” milagroso y sobrenatural, de acuerdo con los desmitologizadores, es simplemente un caparazón o envoltura externa, que necesita romperse y ser penetrado por los cristianos modernos para poder extraer la sustancia de la fruta que reside escondida en ella.
I. INTRODUCCION DE LA LEYENDA AUREA.
Es bastante lo que puede decirse – y se ha dicho repetidamente – criticando este tipo de exégesis bíblica, pero mi propósito aquí no es concentrarme en las cuestiones científicas de la interpretación bíblica, sino más bien, demostrar que aquellos académicos de la Iglesia Católica que promueven las interpretaciones desmitologizadas de la Biblia en realidad han estado ocupados en construir su propio mito – un mito que se enmascara como historia de los estudios bíblicos católicos y especialmente de la enseñanza pontificia sobre la Escritura, a lo largo del último siglo. Dado que este mito es un cuento empalagoso – un cuento de iluminación y progreso siempre creciente que culminan en un deseado final feliz – he decidido llamarlo “La Leyenda Áurea”. Pero a pesar de toda su dulzura y luz, me parece que distorsiona tanto la historia como la doctrina católica. Por lo tanto, como indica el título de este trabajo, creo que lo que necesita urgentemente desmitologizarse no es la Biblia, sino más bien, esta leyenda acerca de los supuestos avances en la enseñanza magisterial sobre los estudios bíblicos. En otras palabras, necesitamos desmitologizar a los mismos desmitologizadores.
Permítaseme presentar los principales elementos de la Leyenda Áurea, al menos de la forma en que es relatada en casi todas nuestras instituciones católicas hoy. A lo largo del mundo católico actual, desde las formaciones augustas de la Pontificia Comisión Bíblica hasta el último profesor universitario o secundario, o catequista parroquial, la venerable tradición – hoy con treinta o cuarenta años de edad – es fielmente transmitida casi sin voces de disenso. Constantemente uno lee y escucha la misma saga épica de oscuridad y luz, repleta de los mismos villanos y los mismos héroes.
Elementos Principales de la Leyenda
Al principio (de acuerdo con la Leyenda), toda la Iglesia Católica se encontraba oscurecida de ignorancia y confusión acerca de sus mismos libros sagrados. Es decir, por largos dieciocho o diecinueve siglos desde la fundación de la Iglesia, nadie – ni siquiera uno de sus grandes santos, padres, doctores y papas – entendió realmente la clave para leer e interpretar la Biblia correctamente: todos ellos adoptaron incuestionablemente lo que hoy se llama enfoque “pre-crítico” o, también, “fundamentalista” [3]. Los primeros destellos de luz que comenzaron a relucir en la Alemania del siglo XIX se vieron rápidamente extinguidos por el oscurantismo de los jerarcas de la Iglesia, determinados a perpetuar la larga noche “pre-crítica”. Entonces apareció la Estrella Matutina, en la persona del papa León XIII, que anunció el amanecer de la ilustración bíblica “científica”, con su encíclica fundamental Providentissimus Deus (1893). Sin embargo, este amanecer se vio retrasado por unas horas más de oscuridad y frío por la opresión reaccionaria, gracias a la lamentable campaña anti-modernista lanzada por el papa Pío X en los primeros años del siglo XX. Exégetas adelantados para su tiempo como el Padre Joseph-Marie Lagrange, O.P., tuvieron que sufrir una especie de martirio en aquellos años represivos, durante los cuales una Pontificia Comisión Bíblica “inquisidora” – que en ese tiempo funcionaba como brazo del Magisterio – emitió una serie de decretos que reforzaban interpretaciones de la Biblia pre-críticas y fuera de moda. En 1920, el papa Benedicto XV reforzó esta atmósfera negativa y asfixiante de sospecha hacia los académicos bíblicos con su encíclica Spiritus Paraclitus. El resultado de todo esto fue que el progreso bíblico católico se vio frenado en un tiempo en que la exégesis protestante avanzaba rápidamente, libre de las exigencias de una jerarquía autoritaria y oscurantista.
Entonces, en 1943, llegó finalmente el día. El nuevo sucesor de Pedro, el papa Pío XII, trajo consigo un rayo de sol liberador al promulgar su encíclica sobre la Sagrada Escritura, Divino Afflante Spiritu, que lo mostraban como nada menos que un gran líder revolucionario, determinado valientemente a abrir las puertas de los estudios bíblicos católicos que sus predecesores habían mantenido cerrados con firmeza. En realidad, el principal propósito de la encíclica de Pío XII era advertir a los católicos ultra-conservadores sobre la necesidad de mayor apertura de mente y menos sospechas hacia los nuevos enfoques de la crítica bíblica moderna. Pronto, tras su muerte en 1958, es verdad, poderosos reaccionarios atrincherados (comandados por el cardenal Alfredo Ottaviani del Santo Oficio) lograron eclipsar el sol inexorablemente ascendente por unos pocos minutos, como un esfuerzo desesperado de último momento para devolver la Iglesia Católica hacia la oscuridad “fundamentalista” [4]. Al mismo tiempo, sin embargo, muchos exégetas intrépidos y pioneros se resistieron a estas medidas oscurantistas y se aventuraron por los nuevos caminos de estudios bíblicos abiertos por ellos tras su gran líder, de modo que obtuvieron una victoria dramática y decisiva el 18 de noviembre de 1965, en la Batalla del Vaticano II. Ese día, la promulgación de la constitución conciliar sobre la Divina Revelación, Dei Verbum, condujo a la presente era a un mediodía despejado y perpetuo en que el estudio “científico” de la Biblia continuará creciendo irreversiblemente hasta el Día del Juicio (o como sea que resulte según la versión desmitologizada).
Exponentes de la Leyenda
En sus aspectos esenciales, esto es lo que yo llamo Leyenda Áurea. Por supuesto, puesto que empleo el género literario de la sátira para describirla, no se debería alguien atenerse a mis palabras con una interpretación literal y fundamentalista de ellas. Sin embargo, puedo asegurar que cualquier exageración de la que pueda ser culpable es mínima. La actitud que prevalece entre los académicos bíblicos actuales – desde los niveles más altos hasta los más bajos – es realmente emocional y polémica, viendo la historia de los estudios escriturísticos católicos del último siglos en términos de blanco y negro. Los “buenos” son los exégetas “progresistas” que promueven un potaje heterodoxo de procedimientos y supuestos racionalistas que con frecuente son agrupados bajo el título “paraguas” de “método histórico-crítico”, y que conduce a la conclusión de que muchos pasajes tradicionalmente entendidos como verdaderos son más o menos míticos. Por otro lado, los “malos” son los católicos conservadores, tradicionales o “fundamentalistas”, quienes a cada paso, en el último siglo, se han negado a aceptar la iluminación de los nuevos expertos bíblicos y que aún hoy continúan documentando su disenso respecto al consenso moderno en publicaciones como The Wanderer, This Rock y Homiletic & Pastoral Review. En los Estados Unidos, el exponente más prominente de la Leyenda Áurea en los últimos treinta años es probablemente el finado Padre Raymond E. Brown, miembro de la Pontificia Comisión Bíblica y uno de los pilares del establishment postconciliar. Sarcásticamente, retrataba a los católicos “pre-críticos” como el Enemigo en términos nada inciertos, y denunciaba a sus representantes con epítetos como “vengadores derechistas”, “literalistas”, “ultra-derechistas” y “editorialistas y columnistas fundamentalistas” [5]. Acusaba a sus críticos con constituir “un peligro para el progreso continuo de los estudios bíblicos católicos en este siglo”, amenazando con “frustrar el ideal de Pío XII que, podría probarse, fue el más grande papa-teólogo del siglo” [6].
Críticas similares ha hecho otra luminaria del firmamento bíblico postconciliar, el Padre Joseph Fitzmyer, S.J., profesor emérito de Sagrada Escritura en la Universidad Católica de los Estados Unidos, que llega a criticar al papa Benedicto XV por “insistir con la inerrancia” de la Escritura [7]. En realidad, con seguridad no puede existir un síntoma más elocuente de la enfermedad que aflige a los estudios escriturísticos católicos contemporáneos que el hecho de que un miembro notorio de la Pontificia Comisión Bíblica no sólo considere que la “insistencia” en la inerrancia bíblica es digna de vergüenza y no de alabanza, sino que también pueda hacerlo sin disculpas ni mayores explicaciones, bajo el supuesto calmo de que la gran mayoría de sus lectores van a estar de acuerdo. Incluso el documento de 1993 de la misma Comisión Bíblica, al mismo tiempo que pretende abarcar todo el “estado de situación” de los estudios bíblicos católicos un siglo después de la encíclica inicial del papa León XIII sobre la Escritura, no menciona siquiera la inerrancia, excepto, lo que es significativo, en la breve pero profundamente polémica sección en que denuncia al “fundamentalismo” como la mayor amenaza actual al progreso de los estudios bíblicos [8]. Creer en la inerrancia bíblica se presenta aquí como una de las típicas características de los “fundamentalistas” [9].
II. 1960: LA LEYENDA AUREA ENCUENTRA A MONSEÑOR ANTONINO ROMEO
La caracterización del papa Pío XII como progresista o incluso innovador revolucionario en cuestiones bíblicas es probablemente el aspecto de la Leyenda Áurea que necesita más urgente desmitologización, no sólo porque distorsiona la posición de aquel gran pontífice, sino también porque es la principal explicación de la actual respetabilidad de la Leyenda toda. Para observar cómo este mito comenzó a tomar forma, necesitamos volver al año 1960 en que apareció una fiera controversia acerca de este punto en pleno corazón de la Iglesia. Aquéllos que estamos familiarizados con la literatura sobre Fátima, recordaremos que ese año se conoció una locución que la Hermana Lucía había recibido de Nuestra Señora en 1946, en conexión con el famoso “Tercer Secreto”: María dijo a la santa monja portuguesa que el secreto debía hacerse público en 1960; y cuando la Hermana Lucía le preguntó porqué debía ser ese año en particular, la Santísima Madre respondió simplemente que la situación sería “más clara” en ese momento. Dado que 1960 en realidad llegó a ser un año relativamente tranquilo en términos de eventos globales en la Iglesia y en el mundo, muchos de nosotros nos preguntamos porqué había sido elegido para esta profecía. Sugiero como una especulación puramente personal que, tal vez, una de las cosas que Nuestra Señora tenía en mente al predecir que algo de importancia crítica sería visto “más claramente” en el año 1960 fueron una serie de eventos que voy a relatar – eventos que han permanecido relativamente desconocidos para todos los católicos excepto unos pocos especialistas en la historia de los estudios bíblicos. Su importancia consiste en el hecho de que revelan (para quienes tengan ojos para ver) la grave extensión con la cual los estudios bíblicos radicales y racionalistas ya habían minado las bases de la fe católica, pavimentando así el camino para la explosión de herejía y confusión que ha devastado la Iglesia en los últimos treinta años.
Ya durante la década de 1950, los principales delineamientos de la Leyenda Áurea se habían difundido tranquilamente boca a boca en el mundo católico a través de las clases de seminarios “progresistas”, salas de reuniones de profesores y cursos escriturísticos para estudiantes “avanzados”. Para usar la terminología que aplican los críticos bíblicos al Nuevo Testamento, podemos describir este proceso diciendo que, antes de que las redacciones normalizadas por escrito de la Leyenda Áurea comenzaran a emerger, estaban tomando forma en el modo “kerigmático” de la predicación y la tradición oral. Entonces, en el mismo centro de la ciudadela – en la misma Roma – sólo dos años antes de comenzar el Concilio Vaticano II, esta tradición en desarrollo fue proclamada por escrito. Un artículo de doce páginas del Padre Luis Alonso Schoekel, S.J., un exégeta español que enseñaba en el Pontificio Instituto Bíblico, se publicó como nota editorial del número del 3 de septiembre de 1960 del prestigioso periódico jesuita romano La Civilta Cattolica. Con el título “Dove va l’esegesi cattolica?” ("¿Hacia dónde va la exégesis católica?"), la nota editorial del P. Alonso señalaba la difusión creciente de la nueva y “más abierta” escuela de estudios bíblicos supuestamente promovida por el papa Pío XII en Divino Afflante Spiritu, y, respondiendo la pregunta del título, profetizaba (en forma bastante precisa, como resultaron las cosas) el predominio cada vez mayor de esta escuela “abierta” sobre la escuela “cerrada” o “conservadora” que, se decía, era la prevaleciente en la exégesis católica antes de 1943.
Es notable, por supuesto, que el manifiesto del Padre Alonso a favor de la nueva era bíblica no apareciera hasta después de la muerte (en 1958) del Papa supuestamente progresista en cuya recuerdo y homenaje se publicaba. ¿Había tal vez algún mínimo temor cuando Pío XII estaba aún vivo y activo, aquel pontífice que había promulgado la encíclica Humani Generis sólo unos años después de Divino Afflante Spiritu, de que no fuese tan entusiasta acerca de que se lo retratara como campeón y principal instigador de las tendencias “más abiertas” e innovadoras de los estudios bíblicos? Después de todo, Humani Generis era todo lo contrario a una encíclica “progresista”: fue promulgada en 1950 por el papa Pío XII precisamente con el fin de denunciar las peligrosas tendencias modernistas de la teología y exégesis bíblica más reciente. En cualquier caso, toda esa precaución por parte de la élite progresista pronto se vio evaporada con los vientos que corrieron tras la muerte del Papa; y lo que podemos llamar creatividad teológica de la comunidad exegética ha continuado desarrollando el kerygma primitivo a la luz de la experiencia postconciliar, al punto de que las formas “canónicas” actuales de la Leyenda Áurea aplican a la Divino Afflante Spiritu en forma libre y abierta adjetivos que el Padre Alonso no se atrevía a poner en 1960: el Padre Fitzmyer, en los ’90, nos asegura que “la encíclica de Pío XII… fue, en realidad, revolucionaria” [10].
Crítica Ortodoxa
Sin embargo, casi tan pronto como la Leyenda Áurea salió de la imprenta en la forma original y menos desarrollada del Padre Alonso, se vio convincentemente rebatida por un formidable guardián romano de la ortodoxia bíblica que podía ver que, a pesar de la fraseología diplomática, el editorial de Alonso estaba explotando el nombre y la autoridad de Pío XII para dar por tierra con toda la tradición bimilenaria de la exégesis católica. Éste fue Monseñor Antonino Romeo, un estudioso de la Escritura que era en ese tiempo miembro de la Sagrada Congregación para los Seminarios y las Universidades [11]. En su respuesta fundada, elocuente e indignada al Padre Alonso, en el número de diciembre de 1960 de Divinitas, el periódico de teología de la Pontificia Universidad Laterana de Roma [12], Romeo no tuvo ninguna dificultad en demostrar que tan floja era la evidencia histórica aducida por el joven profesor del Instituto Bíblico para apoyar su tesis.
El argumento más provocativo del editorial de Alonso Schoekel era que en 1943, el mismo Pío XII “era conciente de estar abriendo una puerta nueva y ancha a través de la cual muchas novedades pudiesen entrar en los precintos de la exégesis católica – novedades que habrían sorprendido excesivamente a las mentes conservadoras” [13]. Para fundar su tesis, Alonso necesitaba encontrar algún académico bíblico de preguerra “excesivamente conservador” a quien pudiese señalar como ejemplo de las tendencias aprobadas y dominantes en la exégesis católica antes del tiempo de Pío XII. Pero para hacer esto, como demostró Romeo, Alonso recurrió a caricaturizar y sacar de contexto ciertos escritos de tres grandes estudiosos de la Biblia de la primera mitad del siglo XX, los padres Billot, Murillo y Fonck [14]. Y, cuando llegó el turno de encontrar casos de tesis específicamente bíblicas a las que previamente el Magisterio había “cerrado” las puertas pero que ahora se habían “abierto” en virtud de Divino Afflante Spiritu, ¡Alonso no pudo citar ni un único ejemplo! Mencionó la creencia en la última autoría del libro del Eclesiastés (esto es, siglos después de la muerte del rey Salomón [15]) como una tesis que, según él, sólo había sido gradual y cautelosamente admitida en los años de preguerra; pero, aparte del hecho de que incluso durante los años más severos del período anti-modernista, el Magisterio jamás censuró esta tesis, la erudición superior de Romeo pudo citar otros diez exégetas de períodos anteriores que abiertamente habían sostenido esa tesis, además de los dos conocía y alababa Alonso con pioneros aislados y atrevidos [16]. Alonso adelantaba también que una de las “novedades” que se permitían ahora entrar por la puerta exegética gracias a Divino Afflante Spiritu, era el permiso de cuestionar la historicidad literal y completa del libro de Judith. Pero de nuevo, Romeo señaló que el género literario de este libro ya había sido reconocido como oscuro y abierto a debate por autores católicos mucho antes del tiempo de Pío XII: ya en 1933, el renombrado académico bíblico G. Ricciotti “pudo escribir… con todas las aprobaciones eclesiásticas: ‘Los académicos actuales en cada campo acuerdan como mínimo lo siguiente, que el libro de Judith no tiene sentido si lo interpretamos literalmente’” [17].
Romeo daba también su testimonio personal, siendo alguien que estaba en el Instituto Bíblico de Roma durante el período que según Alonso (décadas después y sin ninguna experiencia similar) los exégetas católicos habían estado atrapados bajo la sumisión y el miedo a la autoridad de la Iglesia. Decía Romeo que esta denuncia carecía de pruebas: “Para que conste, este escritor fue testigo de que, en el Pontificio Instituto Bíblico, antes del 30 de septiembre de 1943, nadie fue consiente de la existencia de un clima de miedo y desaliento entre los exégetas” [18]. Recordó que en el tiempo en que Divino Afflante Spiritu fue publicada, nadie pensó que hubiese nada particularmente “liberador” o “revolucionario” en ella. (Esto no sorprende en vistas del hecho de que Pío XII repetidamente insiste en la primer parte de la encíclica que desea confirmar y reforzar todo lo que sus predecesores desde León XIII habían dicho respecto a los estudios escriturísticos [19]). Como respuesta a la versión de Alonso Schoekel de la historia reciente, Romeo escribió:
“En 1943 nadie notó ningún cambio de dirección. La iluminante encíclica Divino Afflante Spiritu continuamente se refiere a la gloriosa Tradición pasada a sobre la que la exégesis católica siempre descansó. Cuando nos alienta a progresar en la ciencia exegética, constantemente nos señala que el camino ya ha sido trazado por los exégetas previos y el ejemplo esplendente de los Padres.” [20]
Incluso académicos que más tarde convertirían su exégesis en algo más (o más abiertamente) progresista no pudieron, en el período inmediatamente posterior a la promulgación de la encíclica de Pío XII, encontrar nada que les permitiera lo que antes estaba prohibido. El Padre Jean Levie, S.J., se hizo conocido a fines de los ’50 como un académico decididamente “progresista” y fue severamente criticado por Romeo, en su artículo de 1960 que estamos considerando, por el enfoque pobre con el que valoraba la historicidad de la Biblia. Pero en su propio comentario a la Divino Afflante Spiritu publicado en 1946, Levie nunca pretendió que se estuviese abriendo ninguna puerta cerrada – menos aún que Pío XII tuviese la intensión conciente de hacerlo [21].
El argumento más poderoso de Monseñor Romeo contra el Padre Alonso Schoekel fue apelar al comentario más autorizada a la Divino Afflante Spiritu jamás publicado: un artículo del Padre (luego cardenal) Augustin Bea que apareció en La Civilta Cattolica en 1943, en el mismo número en que se publicaba la encíclica por primera vez. Bea era en ese tiempo rector del Pontificio Instituto Bíblico y tenía contacto personal frecuente con el papa Pío XII ya que era su confesor. Más aún, era un secreto a voces en Roma que Bea fue el principal experto a quien el Papa encargó el borrador de la encíclica. Nadie, por lo tanto, estaba en mejor posición que el Padre Bea para exponer el significado y las intenciones del Papa en el documento; y la publicación de su comentario junto a la encíclica claramente indicaba la gran confianza de la Santa Sede en su habilidad para explicarla correctamente. Pero, como señaló Romeo en su artículo diecisiete años después, el comentario de Bea no sugiere en ninguna medida que Pío XII tuviese alguna intención de “abrir nuevas puertas” a los académicos bíblicos que antes hubiesen estado cerradas por sus predecesores en la cátedra de Pedro. Por el contrario: Bea comenzaba su artículo insistiendo que el motivo que marcaba la ocasión para la nueva encíclica de Pío XII era el 50º aniversario de la encíclica de León XIII de 1893 Providentissimus, que “fijó para todos los tiempos las líneas fundamentales de los estudios bíblicos en la Iglesia Católica” [22]. Y al resumir su comentario, Bea describió la Divino Afflante Spiritu en términos igualmente conservadores: “su doctrina entrará ciertamente entre la serie de aquellos documentos pontificios que quedarán por siempre como guía y norma de la enseñanza bíblica” [23].
La Reacción Progresista
En respuesta a la devastadora crítica de Monseñor Romeo al Padre Alonso Schoekel, los profesores del Pontificio Instituto Bíblico cerraron filas alrededor de su abatido colega, dejando claro que consideraban que su institución en conjunto estaba bajo ataque. (En este tiempo de resurgir progresista naciente tras la muerte de Pío XII, Romeo había aprovechado la oportunidad no sólo para criticar a Alonso, sino también a otros exégetas, incluyendo a otros dos profesores del Instituto.) Rápidamente apareció un artículo en latín en el periódico del Instituto, Verbum Dei, “firmado” sólo con las iniciales de dicho instituto y que ocupaba menos de un cuarta parte del artículo de Divinitas que estaba respondiendo [24]. No pretendía refutar los argumentos sustantivos de Romeo contra la tesis central de Alonso, el intento de reescribir la historia demarcando una línea entre la encíclica de Pío XII y todos los previos documentos del Magisterio sobre la Sagrada Escritura, aunque se minimizaba la gravedad y la relevancia de las denuncias del mismo pontífice en la Humani Generis sobre el peligro de las novedades exegéticas [25]. En vez de eso, los profesores del Instituto Bíblico optaron por una respuesta que fue un golpe maestro de relaciones públicas – uno que efectivamente puso a Romeo contra las cuerdas y ayudó a asegurar para la Leyenda Áurea la versión cuasi-oficial de un supuesto progreso de los estudios bíblicos a lo largo del siglo XX. Lo que hicieron los profesores fue evitar responder los argumentos centrales de Romeo para presentarse ellos mismos como víctimas de una calumnia gratuita y oscurantista. Sacaron a la luz algunos puntos bastante secundarios del artículo de Romeo en los cuales el atacante había supuestamente malinterpretado a varios de los escritores que criticaba e insinuaron que esto había sido hecho de manera intencional y maliciosa. También se dedicaron a atacar varios pasajes en los cuales Romeo se había permitido de alguna manera mostrar su indignación, al punto de haber hecho acusaciones para las cuales no acompañaba prueba documental.
El Instituto Bíblico encontró un objetivo fácil para ridiculizar, por ejemplo, en una cita apasionada y aparentemente exagerada donde Romeo había hecho claro que consideraba el artículo de Alonso simplemente como la punta de un vasto iceberg de modernismo exegético oculto en las facultades teológicas católicas de todo el mundo. Denunciaba limpiamente toda la academia católica bíblica contemporánea como un intento de erosión desde adentro como parte de una verdadera conspiración de disenso desde los más altos cargos. Tras recordar la alarma hecha sonar en la Humani Generis contra las tendencias que Pío XII declaraba como “amenazando subvertir las bases de la doctrina católica”, continuaba Romeo:
“En Roma y en todo el mundo existe todo un sarpullido de actividad incesante por parte de termitas que trabajan fervorosamente en las sombras. Esto nos obliga a intuir la presencia activa de un plan completo de engaño para desintegrar aquellas doctrinas que forman y nutren la fe católica. Un número cada vez mayor de ‘pajas en el viento’ que vienen de distintos frentes testimonian el desarrollo gradual de un plan amplio y progresivo de manipulación, bajo el liderazgo extremadamente capaz de un hombre aparentemente devoto, calculado para desenraizar el cristianismo del modo en que éste ha conocido y vivido durante diecinueve siglos, para reemplazarlo por el cristianismo de la ‘nueva era’.” [26]
El Instituto Bíblico necesitaba citar sólo este “pasaje púrpura” con un aire de incredulidad dolorosa y sofisticada, llamándolo “visión apocalíptica” [27] de Romeo, para desacreditarlo a los ojos de muchos lectores influyentes. Después de todo, ¿no es uno de los elementos de la modernidad iluminista encontrar todo tipo de “teorías conspirativas derechistas” mostrándolas como ridículas, y de eso modo no tener que responder con la razón y contra argumentos, sino descartándolas simplemente con una sonrisa sabionda y un movimiento de la mano?
En cualquier caso, aunque el iceberg fuese o no tan peligroso y malicioso como pensaba Romeo, el hecho es que sí había un iceberg bajo la superficie que salió a flote con la respuesta de los profesores del Instituto Bíblico. Después de todo, sólo dos o tres de ellos habían sido nombrados por Romeo; pero todo el cuerpo de profesores de alrededor de veinte evidentemente se sintió desafiado y ahora se levantaba como un solo hombre para resistir. En realidad, su carta de triunfo fue presentar pruebas de que la enorme mayoría de los estudiosos católicos de la Biblia favorecían las tendencias denunciadas por Romeo – esto es, el apelar a la encíclica de Pío XII sobre la Escritura para justificar interpretaciones “más abiertas” y menos rigurosas de la inerrancia e historicidad de la Biblia – de modo que esta condena de unos pocos fue convertida por ellos en una condena de toda la exégesis católica contemporánea. Tras citar el pasaje “conspirativo” de Romeo, los profesores comentaban a sus lectores: “Os preguntaréis, finalmente, si quedaría algún exégeta contemporáneo – llevándonos por… el criterio [de Romeo] – que no se encuentran implicados en esta conspiración mortal y prácticamente diabólica” [28]. Entonces prosiguieron dando una lista aparentemente impresionante de alta autoridades eclesiásticas, instituciones católicas renombradas, respetados periódicos bíblicos y grupos de exégetas profesionales que habían apoyado abiertamente a los profesores jesuitas Maximilian Zerwick y Jean Levie, a los cuales Romeo acusaba de modernistas y heterodoxos [29].
En breve, la “teoría conspirativa” de Romeo no estaba demasiado lejos de la verdad. El tipo de exégesis resbalosa denunciado por la Humani Generis se había seguido expandiendo tranquilamente entre los académicos a lo largo de la década de 1950, pero se había mantenido más o menos fuera de los impresos y el público mientras el severo y vigilante Pío XII se encontraba a cargo del timón de la barca de Pedro. Cuando, poco después de la muerte de Pío XII, Monseñor Romeo y unos pocos [30] tocaron la punta del iceberg, la gran masa bajo la superficie comenzó a emerger. Esta nueva élite emergente, al estirarse, flexibilizando sus músculos y tomando nota de su poder latente, no podía dispensarse de la tarea difícil (sino imposible) de responder los cuidadosos argumentos de Romeo con la Escritura y el Magisterio en la mano, y se sintieron libres de “argumentar” con una simple demostración de fuerza: “¡Estamos en todos lados! ¡Te enfrentas a uno de nosotros y nos enfrentas a todos!”
III. 1961-1968: EL TRIUNFO DE LA LEYENDA AUREA
El resultado inmediato del choque en 1960 de las escuelas bíblicas tradicional y progresista en el centro de la Iglesia Católica pareció constituir una victoria para la primera; sin embargo, probó ser una victoria de muy corto plazo, como veremos.
La Intervención del Papa Pablo
El conflicto fue visto inmediatamente como una confrontación escandalosa entre dos instituciones pontificias prestigiosas – el Instituto Bíblico dirigido por los jesuitas y la Universidad Laterana. Nada de esto había ocurrido en la memoria viva de la Ciudad Eterna y el feo espectáculo de dos augustas academias romanas en estado de combate mortal pronto atrajo la atención del Papa Juan XXIII, quien, durante la primavera de 1961, instruyó al Santo Oficio (bajo el cardenal Alfredo Ottaviani) a intervenir y adjudicar la disputa. Mientras el caso era estudiado, el Santo Oficio emitió un Monitum (advertencia) el 20 de junio de 1961 contra las tendencias exegéticas que ponían en disputa la historicidad de los Evangelios [31], y unos días después el libro La Vie de Jesus del estudioso bíblico francés Jean Steinmann – considerado un ejemplo de tales tendencias – fue condenado y puesto en el Índice de Libros Prohibidos, con la aprobación expresa del Papa Juan [32]. Entonces, en septiembre del mismo año, dos de los profesores del Instituto Bíblico, a los cuales Monseñor Romeo había denunciado en su famoso artículo, Stanislaus Lyonnet y Maximilian Zerwick, fueron expulsados de sus cátedras por orden del Santo Oficio. Romeo también los había acusado de minar la historicidad de los Evangelios: Zerwick, por ejemplo, había asegurado en un seminario para profesores italianos de la Biblia que las promesas de Cristo a Pedro en Mateo 16,18-19 (“Tú eres Pedro, y sobre esta piedra…”) son “la obra del evangelista, que pone en labios de Jesús una frase ficticia” [33]. (El Padre Malachi Martin, que en ese tiempo era colega de Zerwick en el Instituto Bíblico, también me contó su recuerdo de una conversación privada con Zerwick en donde éste desechaba como “míticos” los relatos de San Mateo sobre la visita de los magos, la masacre de los inocentes por orden de Herodes, etc.)
A la luz de estas advertencias magisteriales y medidas disciplinares de 1961, parecía que los “fundamentalistas” del Vaticano (como los llamaba el P. Raymond Brown) habían ganado. Sin embargo, el papa Pablo VI, poco después de su elección en junio de 1963, inició un curso de acción que – lo haya querido o no – iba a resultar en la reversión práctica de esta situación. Como cardenal Montini de Milán, se registran algunas aseveraciones anteriores al Vaticano II que, a la luz de la subsecuente explosión de disenso que iba a salir a la superficie después del Concilio, se probaron muy ingenuas. Había afirmado, por ejemplo, que toda la Iglesia Católica, en vistas del inminente concilio ecuménico, se encontraba serenamente unida en la fe y no perturbada por disputas internas o herejías de ningún tipo. Respecto a la particular controversia que hemos examinado, el papa Pablo, en línea con su mirada optimista, fue convencido de que Romeo y otro exégeta tradicional de la Universidad Laterana de Roma, Monseñor Francesco Spadafora [34], habían calumniado a los profesores del Instituto Bíblico en sus acusaciones publicadas. En consonancia con ello, durante su primera visita como Papa a la Universidad Laterana, el 31 de octubre de 1963, públicamente regañó a esos profesores conservadores, acusándolos de haberse enganchado en una “rivalidad celosa” y en “polémicas vejadoras”, y advirtiéndoles que nunca debían repetir un comportamiento como ese [35]. No poco después de eso, el Papa removió del cargo de rector de la Universidad Laterana a Monseñor Antonio Piolanti, quien, como editor de Divinitas, había apoyado las acusaciones hechas en el periódico por Romeo y Spadafora. Entonces, en marzo de 1964, Pablo VI recibió en audiencia al nuevo rector del Instituto Bíblico, el canadiense Padre Roderick MacKenzie, S.J., quien le pidió reabrir el caso de los dos profesores jesuitas que el cardenal Ottaviani había expulsado como profesores.
Con la espontánea simpatía por las aseveraciones de Mackenzie de que Lyonnet y Zerwick habían sido las víctimas inocentes del prejuicio reaccionario, Pablo VI acordó hacer reexaminar sus casos por una comisión de cardenales dirigida por el antiguo rector del Instituto Bíblico, el cardenal Bea. El resultado de esto fue que los dos profesores jesuitas fueron reinstalados en sus cargos en el otoño de 1964. Esta reinvestigación fue llevada a cabo en secreto. Del grupo selecto de cardenales que en 1964 componían la Pontificia Comisión Bíblica (que en ese tiempo era aún un organismo del Magisterio), la único miembro que aún vive es el cardenal Franz Koenig, arzobispo retirado de Viena. Me informó el año pasado que no sólo no fue consultado acerca de la reinvestigación, sino que nunca se enteró de nada hasta que leyó el resultado en el diario. Y en 1995 pregunté a Monseñor Spadafora, uno de los principales “testigos de la fiscalía” en el proceso original de 1961 contra los dos profesores, si había sido vuelto a llamar durante la reexaminación del cardenal Bea de estos casos tres años después. Me respondió que él también no supo nada de todo esto hasta que los resultados se hicieron públicos.
Restauración del Status Quo Progresista
Los efectos de esta reinstalación recomendada por Bea y autorizada por Pablo VI fueron momentáneos: con la ventaja del paso del tiempo, podemos ahora ver lo mucho que hicieron por asegurar el firme atrincheramiento en la academia católica de estudiosos bíblicos progresistas y racionalistas, junto a la Leyenda Áurea que le da respetabilidad a esa escuela de exégesis. Como me comentaba el cardenal Koenig en una carta, “el reestablecimiento de los dos jesuitas, Lyonett y Zerwick, causó mucha impresión en ese tiempo y los testigos entendieron que Pablo VI no estaba de acuerdo con las decisiones del Santo Oficio” [36]. En verdad, fue ésta una de una serie de humillaciones que su prefecto, el cardenal Ottaviani, debió sufrir durante los años del Vaticano II [37].
No se trata de que Pablo VI tuviese simpatía por la crítica radical de los Evangelios. Por el contrario, en mi tesis doctoral, aprobada el pasado enero y que está a punto de ser publicada en Roma, he demostrado que, como todos sus predecesores (y sucesores) en la Cátedra de Pedro, Pablo VI sostuve con claridad y constancia la historicidad íntegra de los Evangelios – incluyendo aquellos pasajes que con frecuencia son desmitologizados por los exégetas del “establishment” – en cientos de documentos y discursos. Realmente, mi investigación ha revelado que el Papa reafirmó no menos de 52 veces, desde el comienzo hasta su décimo quinto año de pontificado, la historicidad de las promesas de Nuestro Señor a San Pedro como las registró Mateo en 16,17-19.
¿Por qué, entonces, reinstaló al Padre Zerwick, quien públicamente había descripto tales promesas como “ficción”, siendo profesor en la institución más vital y prestigiosa de la Iglesia en cuanto a los estudios bíblicos – y sin siquiera requerir de Zerwick ninguna retractación pública? Deberemos esperar hasta mediados del próximo siglo, cuando los archivos relevantes del Santo Oficio sean finalmente abiertos a estudio [38], antes de poder poner más luz sobre esta gran pregunta. Pero en términos generales, podemos decir que este caso es una evidencia más del carácter enigmático y paradójico del pontificado de Pablo VI. De acuerdo con las mismas promesas de Pedro, cuya autenticidad estaba siendo puesta en duda, el magisterio oficial del papa Pablo siempre expresó la fe apostólica ortodoxa; pero sus decisiones prácticas y administrativas – y a veces, su indecisión – con frecuencia parece haber tenido el efecto de permitir que la fe se vea comprometida. Como he dicho en una de las conclusiones de mi tesis doctoral: “Uno podría decir… que la estrategia concientemente elegida por Pablo VI para tratar con la amenaza de la falsa doctrina – tanto en los estudios bíblicos como en las otras ciencias sagradas – era prácticamente el opuesto del famoso dicho del presidente estadounidense Theodore Roosevelt sobre las relaciones exteriores, ‘hablar suavemente, pero portar un gran palo’. Por el contrario, el papa Pablo daba la impresión de intentar compensar la negligencia en tomar acciones disciplinarias con la redoblada frecuencia y urgencia en los discursos.”
Pareciera que, de facto, se establecieron ciertas condiciones para el regreso de estos dos profesores jesuitas a sus posiciones de enseñanza: como he demostrado en mi tesis, de allí en más no volvieron a enseñar o publicar material que tratara áreas de estudios bíblicos donde sus ideas chocaran con el juicio del Santo Oficio. Sin embargo, nada de esto fue dado jamás a publicidad; y el mensaje de facto enviado a los estudiosos bíblicos católicos de todo el mundo en el verano de 1964 era simplemente que las acciones resuenan más que las palabras. Se entendió que, de allí en más, más allá de lo que dijese el Magisterio en el papel respecto a la interpretación bíblica, los exégetas católicos pueden en la práctica sentirse libres de promover cualquier teoría exegética crítica que les guste sin temor a acciones disciplinarias. Después de treinta años estas situación aún prevalece: al mismo tiempo que varios teólogos dogmáticos y morales han recibido advertencias y/o han sido disciplinados por Roma en las décadas recientes (Hans Kung, Edward Schillebeeckx, Charles Curran, Leonardo Boff, Tissa Balasuriya, por ejemplo), ni un solo exégeta profesional, hasta donde sé, ha sido expulsado de su cátedra, incluso aunque la exégesis bíblica radical casi siempre ha provisto las premisas más importantes de las conclusiones expuestas por los teólogos disidentes de Moral o Dogma.
Catástrofe Conciliar
Otro factor que ayudó al triunfo de la Leyenda Áurea fue la derrota aún más catastrófica sufrida por el cardenal Ottaviani y el Santo Oficio en noviembre de 1962, cuando el esquema conciliar inicial sobre “Las fuentes de la Revelación” (la Escritura y la Tradición), que había sido preparado bajo la supervisión de Ottaviani, fue rechazado decisivamente por los Padres del Concilio Vaticano II. Entre otras cosas, el esquema explícitamente afirmaba la completa inerrancia de la Escritura y la verdad histórica de las narraciones de la Infancia y la Resurrección en los Evangelios, reprimiendo severamente a cualquier que “se atreviera” a minimizar la historicidad de las palabras y acciones de Jesús tal cual fueron reportada en cualquier parte de los cuatro Evangelios. Más de 60% de los Padres Conciliares votaron contra estos documentos luego de escuchar durante varios días a algunos de los prelados más prestigiosos de la Iglesia – sobre todos el cardenal Bea – que hicieron excoriar el esquema por su supuesta negatividad y por la sospecha que tendía sobre la exégesis moderna, su tono excesivamente “escolástico” y “no pastoral”, su insensibilidad ecuménica y, por supuesto, su incapacidad de incorporar los enfoques nuevos y liberadores supuestamente contenidos en la encíclica Divino Afflante Spiritu de Pío XII. Esto, a pesar del hecho de que el esquema no sólo contenía frecuentes referencias a la DAS, sino que incluso citaba precisamente los pasajes supuestamente “liberadores” y “revolucionarios” de dicha encíclica que habían sido el principal pretexto para aquéllos que había tejido la Leyenda Áurea: esto es, el pasaje donde Pío XII habla de la importancia de identificar correctamente las respectivas formas literarias de las diferentes partes de la Escritura [39]. Luego del rechazo del borrador original sobre la Divina Revelación, el esquema que lo reemplazó sufrió varias revisiones durante los siguientes tres años del Concilio Vaticano II y, gracias a la vigilancia y la insistencia durante ese proceso de algunos de los Padres más fuertemente tradicionales, la versión finalmente aprobada y promulgada por el Papa Pablo VI el 18 de noviembre de 1965 – la constitución dogmática Dei Verbum – reincorporó realmente los principales puntos que los progresistas rechazaron del esquema original, aunque ahora de una forma más indirecta y menos explícita. En vez de asentarla franca y prominentemente en el texto principal del documento, la inerrancia ilimitada de la Escritura y el carácter histórico de las narraciones de la Infancia y la Resurrección ahora emergen como enseñanzas reafirmadas por el Concilio Vaticano II sólo cuando uno tiene en cuenta la “letra chica”: esto es, las notas al pie y las explicaciones oficiales de los arreglos del texto entregado por los Padres Conciliares a través de los voceros de la Comisión Teológica. Estas explicaciones, en cualquier caso, son inaccesibles para el 99% de los fieles católicos: la mayoría de ellas nunca han sido traducidas a las lenguas vernáculas y los únicos lugares donde uno puede estar seguro de desenterrarlas son las bibliotecas católicas lo suficientemente grandes para contener los veintisiete grandes tomos que contienen los procedimientos completos del Concilio, todos ellos en latín.
Por lo tanto, podemos decir que en los documentos del Vaticano II el papa Pablo VI y los Padres Conciliares en efecto optaron por la política de reafirmar una cantidad de puntos doctrinales vitales aunque controvertidos, pero sólo de manera sutil y apenas audible, más que pronunciarlas fuerte y claro. Y esto, me atrevo a sugerir, ha terminado siendo un desastre de relaciones públicas para la ortodoxia católica en una era de comunicaciones masivas, cuando estamos cada vez más condicionados para asimilar información sólo cuando nos llega de las maneras más desvergonzadas y groseras – arrojada como eslóganes y ruidos pre-digeridos y repetitivos desde los titulares ricos en decibeles y colores vivos de los diarios, la televisión y las pantallas de las computadoras.
Los proveedores de la Leyenda Áurea, que, como todos los progresistas católicos, siempre pueden contar con el apoyo de los medios seculares, rápidamente pudieron tomar ventaja de la situación. Ignorando la letra chica del Concilio en la Dei Verbum, y citando en forma muy selectiva la encíclica de Pío XII, tuvieron éxito en dominar la opinión pública en cuanto a los estudios bíblicos católicos, de modo que a menos de tres años del Concilio incluso llegaron a los oídos de quienes escriben los discursos papales. En una alocución al un congreso de estudiosos sobre el Antiguo Testamento en 1968, Pabloo VI hizo exactamente la misma afirmación pseudo-histórica que el Padre Luis Alonso Schoekel había hecho ocho años atrás en la editorial que causó la reacción indignada de Monseñor Antonino Romeo. El Papa dijo: “Vosotros todos sabéis que nuestro predecesor Pío XII abrió un camino amplio para los investigadores en su encíclica Divino Afflante Spiritu del 30 de septiembre de 1943.” Evidentemente, la reseña de la enseñanza papal del siglo XX sobre la Escritura hecha por Romeo hacía tiempo que había sido arrojada al papelero. Fue una historia excelente, pero, con una distancia de más de treinta y cinco años, podemos ver ahora, en forma más clara que nunca antes, que, prácticamente antes de que la tinta estuviese seca, era la historia escrita por un derrotado.
IV. LAS FALACIAS DE LA LEYENDA AUREA
Finalmente, tras nuestros excursus histórico que intentó resumir el proceso por el cual los estudiosos bíblicos progresistas llegaron al control y dominio del escenario, concluiré, después de todo, preguntándome – y respondiendo muy brevemente – qué es lo que está mal en la Leyenda Áurea. ¿Cuáles son las falacias contenidas en esta versión de nuestra historia reciente que necesitan ser desmitologizadas? Después de todo, sostengo, con Monseñor Romeo, que la supuesta apertura que hizo Pío XII de las puertas exegéticas que habían sido cerradas por sus predecesores es puramente legendaria. Pero si esto es así, ¿por qué es que la leyenda ha logrado disfrazarse por tanto tiempo y con tanto éxito como si se tratara de un hecho histórico? ¿Seguramente el Papa debe haber dicho algo en Divino Afflante Spiritu que al menos dio un pretexto para este tipo de interpretación que critico? He tratado este asunto, entre otros, en un artículo que apareció en el número de primavera de 1997 de la revista Faith & Reason [40], y no voy a reproducir aquí todo lo que ya dije en él. Lo que sigue es un breve resumen de algunos de sus principales puntos:
El MITO Nº 1 sostiene que, desde el comienzo del siglo XX hasta 1943, el Magisterio adoptó un enfoque cerrado, negativo y suspicaz hacia todos los académicos bíblicos, de modo que los exégetas se encontraban con un miedo constante a la censura a mano de autoridades vaticanas opresivas y oscurantistas. Sin embargo, la realidad es que, de todos los miles de libros y artículos sobre la Escritura publicados en este período de cuarenta años, sólo cuatro libros y dos artículos fueron formalmente condenados por el Santo Oficio o la Comisión Bíblica. Esto parece un cómputo demasiado modesto para un supuesto reino del terror contra los estudiosos de la Biblia. Tenemos testimonios de biblistas como el nombrado Romeo que estaban en eso en ese tiempo y que afirmaron que no era verdad que los exégetas en general vivieran con temor a ser silenciados o censurados por las autoridades romanas. La realidad es que había, sin duda, una minoría de estudiosos cripto-progresistas que sí se sentían oprimidos y que subsecuentemente hablando de ese período extendieron sus propios miedos al sentimiento general de todos los exégetas de su tiempo.
El MITO Nº 2 asegura que el principal motivo que tuvo el papa Pío XII para publicar Divino Afflante Spiritu fue advertir a la Iglesia de la amenaza directa que significaba el rechazo la crítica bíblica (progresista) por parte de los católicos ultraconservadores que sostenían el enfoque fundamentalista. ¿Fue así realmente? El hecho es que la encíclica de Pío XII hace un único comentario diciendo que los católicos no deben rechazar automáticamente cualquier estudio bíblico nuevo por el simple hecho de ser nuevo. Ahora bien, cuando investigamos el origen de ese breve comentario, encontramos que el Papa tenía en mente a un único caso, el de un sacerdote solitario, un tal Padre Dolindo Ruotolo, prácticamente desconocido fuera de Italia, quien había causado cierta controversia en 1941, al hacer circular un panfleto “tradicionalista” que denunciaba como modernismo los estudios bíblicos actuales. Pero las ideas del P. Ruotolo eran tan extremas que no se alineaban con ninguna tradición auténtica. Por ejemplo, condenaba el estudio moderno de, y el énfasis en, las lenguas originales de la Escritura, el griego y el hebreo, porque, según su interpretación del Concilio de Trento, la edición Vulgata latina era ya las más perfecta versión posible de la Biblia. Esta posición muy extrema y bastante errónea era lo que Pío XII tenía en mente al hacer el dicho comentario. Pero en tiempos más recientes, el finado P. Raymond Brown y otros exégetas del establishment han citado la oración para condenar a quienes critican su propia exégesis sobre estas materias, en publicaciones como The Wanderer, Culture Wars, This Rock, Homiletic & Pastoral Review y Faith & Reason.
El MITO Nº 3 afirma que los Papas anteriores se habían negado a permitir a los exégetas identificar diferentes géneros literarios en la Escritura, insistiendo en que todo en la Escritura debe interpretarse literalmente, y que, por el contrario, Pío XII revirtió esta política reaccionaria e insistió en la correcta identificación de las formas literarias de la Biblia. Lo cierto es que mucho tiempo antes de Pío XII el Magisterio había permitida hacer especulaciones sobre los géneros literarios de los libros de la Biblia y que lo que Pío XII hizo fue establecer de manera más explícita ciertos principios que hacía tiempo ya habían sido reconocidos en la práctica.
El MITO Nº 4 nos cuenta que, gracias al reconocimiento por parte de Pío XII de los diferentes géneros literarios y la enseñanza del Vaticano II sobre el mismo tema, los exégetas católicos ahora están legitimados para sostener que partes de los cuatros Evangelios deben entenderse como literatura imaginaria o simbólica de alguna clase, más que como historia verdadera. El hecho es que ni Pío XII ni el Vaticano II dan ninguna justificación para este tipo de opinión, que representa un abuso, más que una aplicación legítima de la enseñanza de la Iglesia sobre los géneros literarios bíblicos.
Finalmente, el MITO Nº 5, nos quiere hacer creer que el Vaticano II restringe la inerrancia de la Escritura a algunos temas o elementos que “están puestos en la Biblia para nuestra salvación”. La verdad es que, como las explicaciones oficiales y las notas al pie – la “letra chica” – dejan claro, no existe tal restricción. He argumentado en mi tesis doctoral que las traducciones en lenguas vernáculas publicadas de la Dei Verbum en realidad son confusas y que una traducción exacta dejaría bien en claro lo que lo que el Concilio quiere decir realmente es que todo en la Biblia está allí “para nuestra salvación”, y que todo lo que los escritores afirman está necesariamente libre de error en virtud de su simultánea autoría divina. Copiaré la mejor traducción vernácula publicada de este pasaje y luego mi propia traducción, la cual explico con mucho detalle en mi tesis doctoral. La primera se encuentra en la edición Flannery y viene también, desafortunadamente, usada en el Catecismo de la Iglesia Católica (#107):
“Dado que todo lo que los autores inspirados y los escritores sacros afirman debe considerarse como afirmado por el Espíritu Santo, debemos reconocer que los libros de la Escritura, firme, fielmente y sin error, enseñan aquella verdad que Dios, para nuestra salvación, deseaba ver revelada en las Sagradas Escrituras.”
Hasta cierto punto es ambiguo: uno no sabe si toda la Biblia o sólo algo de ella está allí para nuestra salvación, y consecuentemente estamos garantizados que está libre de error. Mi sugerencia de traducción es la siguiente:
“Dado que todo lo que los autores inspirados y escritores sacros afirman debe considerarse como afirmado por el Espíritu Santo, debemos en consecuencia reconocer que los libros de la Biblia enseñan la verdad firme, fielmente y sin error – teniendo en cuenta que fue por nuestra salvación que Dios deseaba que esta verdad fuese registrada en la forma de la Sagrada Escritura.” [*]
Signos de Esperanza
Casi treinta años después del triunfo de la Leyenda Áurea, aún reina virtualmente sin desafío, a pesar de su manifiesta falsa representación de los documentos de la Iglesia. ¿Existen signos de esperanza? Sí que existen. Me parece un signo subrayable de la protección del Espíritu Santo a la Iglesia que, a pesar del racionalismo y el escepticismo prevaleciente en los estudios bíblicos, los documentos magisteriales de Juan Pablo II, como de sus predecesores, continúan sosteniendo la verdad histórica y la inerrancia de la Sagrada Escritura. Lo mismo que el Catecismo de la Iglesia Católica, en sus numerosas referencias a los Evangelios y otros libros bíblicos [41]. Muchas veces en el pasado, la fe de la Iglesia fue asaltada desde dentro. Pero la Roca de Pedro, en la cual Nuestro Señor fundó la Iglesia, siempre prevalecerá. Y, Dios mediante, veremos el día, en el nuevo milenio, cuando esa versión falsificada de la enseñanza de la Iglesia que he criticado en este ensayo, no sólo será reconocida como una leyenda, sino que también estará muerta y sepultada.
NOTAS
[3] Muchos o la mayoría de los católicos asocian la palabra “fundamentalista” con una lectura protestante conservadora y anticatólica de la Biblia. En años recientes, sin embargo, los fabricantes de la Leyenda Áurea no han dudado en aplicar este epíteto en forma peyorativa a los católicos que sostenemos la enseñanza tradicional de la Iglesia sobre la inspiración, la historicidad y la inerrancia de la Sagrada Escritura. Véase por ejemplo, J.A. Fitzmyer, S.J., (ed.), The Biblical Commission Document, "The Interpretation of the Bible in the Church"- Text and Commentary (Rome, Editrice Pontificio Istituto Biblico, 1993). Se refiere a la obra apologética de Karl Keating como un ejemplo de una nueva tendencia que considera turbadora y que describe como sigue: “Desafortunadamente, los católicos hemos visto en tiempos recientes el desarrollo de nuestra propia forma de lectura fundamentalista de la Biblia” (op. cit., p. 107, and cf. n. 143 to that page).
[4] En una bien conocida presentación de la Leyenda Aurea, otro conocido exégeta postconciliar, el Padre Raymond E. Brown, S.S., se refiere a “la crítica bíblica adoptada por Pío XII” y a ciertos exégetas prominentes “(por ejemplo, David Stanley y Stanislaus Lyonnet) ... quienes sufrieron a lo grande por los intentos fundamentalistas y abortistas cerca de 1960 por rechazar su crítica” (The Virginal Conception and Bodily Resurrection of Jesus, New York, Paulist Press, 1973, p. 6).
[7] Fitzmyer, op. cit., p. 20, n. 10.
[8] ibid., pp. 101-108, con el texto y el comentario para la Sección I (F) del documento de la Pontificia Comisión Bíblica, intitulado “Interpretación Fundamentalista”.
[9] En este documento, lo más aproximado a una profesión de fe en la inerrancia bíblica por parte de la Comisión Bíblica, cuidadosamente se evita hacer evidente tal profesión. Nótese la curiosa elección de las palabras en la siguiente concesión: “El fundamentalista hace bien en insistir en la divina inspiración de la Biblia, la inerrancia de la Palabra de Dios y otras verdades bíblicas…” (ibid., p. 104, énfasis agregado). ¿Por qué no se utiliza una forma más breve y natural de expresar el asentimiento de la doctrina de que “todo lo afirmado por los autores inspirados… debe considerarse como afirmado por el Espíritu Santo”, como insiste el Vaticano II en la Dei Verbum, 11? ¿Por qué distinguir en este contexto entre “la Biblia” y “la Palabra de Dios” – especialmente si los “fundamentalistas” cuyas ideas supuestamente se están rechazando no lo harían? Esto es, ¿por qué no decir simplemente “el fundamentalista hace bien en insistir sobre la divina inspiración e inerrancia de la Biblia y otras verdades bíblicas…”? ¿Por qué no? – a menos que uno no esté dispuesto a conceder que el fundamentalista “hace bien” cuando expresa esta doctrina de esta forma. ¿Pero por qué debe existir un prurito tal, a menos que uno sostenga la idea – incompatible con la fe católica – de que no todo lo escrito en la Biblia es realmente “la Palabra de Dios”?
[11] Desde entonces, este dicasterio ha sido rebautizado Congregación para la Educación Católica.
[12] A. Romeo, “L’Enciclica ‘Divino afflante Spiritu’ e le ‘Opiniones Novae’”, Divinitas 4 (1960), pp. 387-456.
[13] “… si rese ben conto di aprire una nuova ed ampia porta, e che attraverso di essa sarebbero entrate nel recinto dell'esegesi cattolica molte novit_, che avrebbero sorpreso gli animi eccessivamente conservatori” (L. Alonso Schoekel, “Dove Va L’Esegesi Cattolica?” [La Civilta Cattolica, III, quad. 2645, 3 September 1960] p. 456).
[14] cf. Alonso, op. cit., pp. 451-453 y Romeo, op.cit., pp. 397-404.
[15] El libro comienza (1,1) con una descripción del autor como “el Predicador, hijo de David, rey en Jerusalén”. La opinión académica general ha sido durante mucho tiempo que esto debe comprenderse como un dispositivo literario para el lector a quien originalmente se dirigía el texto, y que la doctrina y el lenguaje del libro lo marcan como de origen post-exilio, esto es, al menos medio milenio posterior al tiempo de Salomón.
[16] cf. Alonso, op. cit., p. 454 y Romeo, op. cit,, p. 405, especialmente n. 45.
[17] cf. Alonso, op. cit., p. 457 y Romeo, op. cit., pp. 434-435, n. 113.
[18] Romeo, op. cit., p. 393, n. 13.
[19] cf. Enchiridion Biblicum (EB) 539-545.
[21] cf. J. Levie, «L’Encyclique sur les études Bibliques», Parte I (Nouvelle Revue Théologique, Vol. 68, No.6, Oct. 1946) pp. 655-657 y Parte II (Vol. 68, No.7, Nov-Dic 1946) pp. 781-782.
[22] “. . . fissa per sempre le linee fondamentali dello studio biblico nella Chiesa cattolica” (A. Bea, “L’Enciclica ‘Divino afflante Spiritu’” [La Civiltà Cattolica, No. IV, quad. 2242, 10 Noviembre 1943] p. 212).
[23] “… entrere certamente nella serie dei quei documenti pontifici, che rimarranno per sempre guida e norma dell'insegnamento biblico” (ibid., p. 224).
[24] cf. artículo firmado con las iniciales “P.I.B.”, con el título entitled “Pontificium Institutum Biblicum et Recens Libellus R.mi D.ni A. Romeo” (Verbum Domini, 39 [1961] pp. 3-17).
[25] cf. Pius XII, encíclica Humani Generis (12 de agosto 1950), EB 612-613, 618.
[27] “… apocalypticam visionem” “PI.B.”, op. cit., p. 14. (En la p. 15 se reproduce el pasaje del artículo de Romeo citado en la n. 26.)
[28] ibid., p. 15, énfasis en el original.
[30] Notablemente estos incluían al cardenal Alfredo Ottaviani, Prefecto del Santo Oficio, a los cardenales Ruffini y Pizzardo de la Pontifica Comisión Bíblica y a Monseñor Francesco Spadafora, otro professor de Escritura en la Universidad Laterana que en ese tiempo era asesor del Santo Oficio. Hasta su muerte en marzo de 1997, Spadafora nunca dejó de desafiar abierta y agresivamente el progresismo postconciliar en los estudios bíblicos católicos, especialmente en el periódico “anti-modernista” (así auto-denominado) italiano Si Si No No.
[33] “… l’opera dell’evangelista, che mette nella bocca di Gesu una frase fittizia’ (M. Zerwick, Critica letteraria del N.T. nell’esegesi cattolica dei Vangeli [Conferenze tenure al Convegno Biblico di Padova 15-17 settembre 1959], S. Giorgio Canavese, 1959, p. 5). Zerwick solo aceptaba que esta supuesta invención ficticia de Mateo (o por un redactor anónimo del Evangelio) estaba al menos en armonía con otras cosas que Jesús sí dijo en otras ocaciones.
[35] “gelosa concorrenza ... fastidiosa polemica” (Insegnamenti di Paolo VI, 1963, p. 272).
[36] Carta a B.W Harrison, 29 de marzo de 1996.
[37] Como muchos otros clérigos de su tiempo, el cardenal Bea – de acuerdo a la información que me fue dada por dos sacerdotes que lo conocieron bien, como Monseñor Francesco Spadafora y el Padre Malachi Martin – adoptó decididamente ideas “progresistas” durante los años entre la muerte de Pío XII y la celebración del Vaticano II. Esto, según parece, se debió en parte a un sentido de solidaridad con colegas jesuitas, que estaban encaminados en una deriva ultra-progresistas, y en parte porque se sentía personalmente cautivado por la visión gozosa del Papa Juan de un “nuevo Pentecostés” que se lograría a través del Conclio por medio de la “apertura”, el aggiornamento, el diálogo con el mundo y, sobre todo, el ecumenismo. El Padre Martin estimaba que Bea, criado en la escuela tradicional jesuita de estricta obediencia ignaciana, concientemente luchó para adaptar su propia mirada con la de los sucesivos pontífices que tuvo que servir.
[38] En marzo de 1996 requerí permiso al cardenal prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe para tener acceso a los documentos del caso Lyonnet-Zerwick con el propósito de completar mi investigación doctrinal. Se me informó que esto no sería posible ya que ninguno de los registros del Santo Oficio desde el pontificado de San Pío X (esto es, desde 1914) están abiertos ni siquiera a los investigadores escolásticos.
[39] En referencia al pasaje en la nota 9, artículo 13, del esquema rechazado se afirmaba: “… lo que el autor realmente pretendía significar con lo que escribió es muy frecuentemente entendido incorrectamente a menos que se preste la debida atención a las formas locales y acostumbradas de pensar, hablar y narrar que eran corrientes en el tiempo en que vivieron los escritores sacros. (... id quod auctor scribendo reapse significare voluit, si pius non recte intellegitur, nisi rite attendatur ad suetos nativos cogitandi, dicendi vel narrandi modos, qui tempore hagiographorum vigebant)" (Acta Synodalia I, III, 18-19).
[40] “The Encyclical Spiritus Paraclitus in its Historical Context” (Living Tradition 60 [Sept. 1995] pp. 1-11 y 61 [Nov. 1995] pp. 1-18; republicado en Faith &Reason 23 [Spring 1997] pp. 23-88).
[41] Incluso, el Padre David Coffey del Catholic Institute of Sydney se ha quejado que “el uso acrítico de la Escritura en el Vaticano II, que ha sido objeto de comentarios académicos, es continuado en el Catecismo” (“Faith in the Creator God”, en A. Murray [ed.], The New Catechism: Analysis and Commentary [Sydney: Catholic Institute of Sydney, 1994], p. 14). El “comentario académico” al que se refiere el P. Coffey es el del Padre Raymond Brown, “Scripture and Dogma Today”, America, 157 (31 de octubre de 1987), p. 287. Es refrescante ver momentos de honestidad como éstos en los escritos de los teólogos del establishment: rara vez alguno admitiría ingenuamente estar en conflicto con la enseñanza del Vaticano II.
[*] Nota del traductor: La traducción del Catecismo de la Iglesia Católica al castellano según la edición que se encuentra en el sitio en Internet de la Santa Sede [vatican.va] dice así: “106 Dios ha inspirado a los autores humanos de los libros sagrados. «En la composición de los libros sagrados, Dios se valió de hombres elegidos, que usaban de todas sus facultades y talentos; de este modo, obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios quería» (DV 11).”.