jueves, 17 de septiembre de 2009

Explicándome: Anarcotradicionalismo (II)


...No basta declarar que la soberanía del Estado debe supeditarse a la ley divina o natural, o de gentes, sino que hay que negar rotundamente la soberanía estatal misma, es decir, que hay que negar la legitimidad teórica del Estado. Respetos humanos, pleitesías a los reyes o a las asambleas populares, impedían llegar a esta conclusión lógica de que la soberanía política de Cristo excluye, sin más distingos, toda la soberanía; pero hoy, al evidenciarse la crisis del Estado nacional soberano, podemos, sin dificultad, ser consecuentes y derribar el mito político de la soberanía del Estado, el mito del Estado.

En este resultado está el punto de mayor vigencia de nuestro pensamiento tradicionalista, en contraposición con todas las otras doctrinas políticas, socialistas o liberales, monárquicas o democráticas, que, aun inspirándose en las más diversas ideologías, no saben desprenderse del presupuesto de que debe existir un Estado, es decir, un poder político ilimitado o soberanía. Para el pensamiento tradicionalista, debe haber un poder civil, encarnado en la persona de un rey dinástico, hay una comunidad, hay patria, pero no hay Estado nacional. Es, si se quiere, como un residuo medieval, pero también lo que da al tradicionalismo su actual vigencia, en este momento de crisis del nacionalismo.

...Lo que es la raíz de la patria... no está en el "pueblo", lo que insensiblemente nos lleva a la nación soberana, sino en la "familia". Esa concepción de la sociedad civil como comunidad de familias es lo que explica la congruencia de la idea monárquica; no se trata, en realidad, del gobierno de una masa de individuos por uno solo, sino del gobierno de una comunidad de familias por una familia destacada, es decir, una dinastía legítima; y de ahí el intransigente legitimismo del tradicionalismo, incomprensible para los que conciben la monarquía como gobierno de un individuo y no de una dinastía. Intransigente lógica, porque sin estricta legitimidad, no hay familia, ni hay propiamente monarquía.

La patria, decimos, no debe confundirse con la nación. ... La patria no es más que la tradición familiar expansiva; hasta donde alcanza el sentimiento de pertenecer a una como gran familia, hasta allí llega la patria, y de ahí que ese sentimiento de patria pueda tener, para una misma persona, para una misma sociedad, distintos alcances, y que sean compatibles las patrias grandes con las más chicas. Es más, que resulte difícil un verdadero sentimiento de la patria grande si se desconoce en absoluto el de la patria chica, como resulta difícil que ame a sus parientes más lejanos quien no ama a los más próximos.

Así, pues, la patria es como una gran familia, una gran comunidad de engendramiento que se goza de su fecundidad, lo que no tiene porqué corresponder a la nación estatal, ni al ámbito político del reino; que es elástica y variable, pues depende de un sentimiento. Patria no es un concepto jurídico-político, y por eso no podemos hablar de ella sin cierto lirismo. Es objeto de amor y de fecundidad. La nación, en cambio, es instrumento de poder, de poder y de lucha. Las patrias jamás pueden entrar en conflicto, no pueden ser beligerantes; cuando es atacada, resulta al que la ama muy dulce morir por ella, defendiéndola, pero en ningún caso la patria es agresiva y polémica. En efecto, resultaría incongruente el querer absorber dentro de la propia patria, que es lazo de amor, al que se reconoce extraño a ella, que no participa en aquella comunidad de tradición familiar. Las naciones, en cambio, siempre han tendido, por su propia naturaleza, a comerse las unas a las otras, y siempre existe entre ellas una potencial polemicidad.
Alvaro D'Ors




El Tributo de las tres vacas es una ceremonia que reúne a los vecinos de los valles de Baretous (Bearn) y de Roncal (Navarra) en el punto llamado Piedra de San Martín en el puerto de Ernaz todos los 13 de julio, por el cual los primeros entregan tres vacas a los segundos. Aunque tradicionalmente se denomina tributo, no es tal por no existir vasallaje, sino que se trata de un acuerdo entre iguales, un contrato sinalagmático.
Rafael Gambra, El Valle de Roncal (Estela, Navarra: Gráficas Lizarza, 1987).

 

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