Ignatius percibió que algunos atuendos eran lo bastante nuevos y lo bastante caros como para ser considerados sin duda ofensas al buen gusto y la decencia. La posesión de algo nuevo o caro sólo reflejaba la falta de teología y de geometría de una persona. Podía proyectar incluso dudas sobre el alma misma del sujeto.[...]La señora Reilly miró a su hijo tímidamente y le preguntó:—Ignatius, ¿estás seguro de que no eres comunista?—¡Oh, Dios mío! —bramó Ignatius—. Todos los días he de someterme a una caza de brujas maccarthysta en esta casa que se hunde. ¡No! Ya te lo he dicho. No soy un compañero de viaje. ¿Pero quién diablos te ha metido eso en la cabeza?—Es que leí en el periódico que donde hay muchos comunistas es en la universidad.—Bueno, pues, por suerte, no me encentré con ellos. Si se hubieran cruzado en mi camino, les habría dado una zurra que se habrían quedado medio muertos. ¿Acaso crees que quiero vivir en una sociedad comunal con gente como esa Battaglia amiga tuya, barriendo calles y picando piedra o lo que ande haciendo siempre la gente en esos desdichados países? Lo que yo quiero es una buena monarquía, firme, con un rey decente, de buen gusto, un rey con ciertos conocimientos de teología y de geometría, y que cultive una rica vida interior.
John Kennedy Toole,
La conjura de los necios
(A Confederacy of Dunces)
He aquí a Ignatius Reilly, sin progenitor en ninguna literatura que yo
conozca (un tipo raro, una especie de Oliver Hardy delirante, Don Quijote
adiposo y Tomás de Aquino perverso, fundidos en uno), en violenta rebeldía
contra toda la edad moderna, tumbado en la cama con su camisón de franela,
en el dormitorio de su hogar de la Calle Constantinopla de Nueva Orleans,
llenando cuadernos y cuadernos de vituperios entre gigantescos accesos de
flato y eructos.
(Del prólogo de Walker Percy.)