viernes, 22 de julio de 2011

Hacer la tradición odiosa (II)

Antes de nuestra prolongada ausencia, hablábamos de aquellos quienes hacen odiosa la tradición (y, para dejarlo bien aclarado de entrada, no nos referimos únicamente a la liturgia).

Conocemos infinidad de razones por las cuales alguien se acerca a la tradición. Hay quienes se han arrimado para poder experimentar en primera persona aquello que leían en obras de santos, en libros de historia o en clásicos de teología. Otros con el fin de ver restaurado algo de una tradición cultural bimilenaria abandonada conciente y criminalmente por cronólatras de todo signo, vistan hábito o no.

Pero también los hay, y no son pocos, los que llegan a la tradición reaccionando con asco ante los abusos, las claudicaciones, las mimetizaciones, tanto del clero, como del laicado católico. Es, quizá, el peor motivo, pero, igualmente, no pocas veces, quienes llegan como reaccionarios, terminan no sólo queriendo afectivamente la tradición, sino también amándola intelectualmente (conociendo sus defectos, limitaciones, imperfecciones y fealdades).

Y amándola, aún así, con gratitud, porque nos viene dada, transmitida, regalada, entregada gratuitamente, habiendo sido cuidada (mejor o peor) por aquéllos que nos precedieron, y convirtiéndonos a nosotros en sus custodios, mejoradores, cultivadores y acrecentadores, con el mando tácito de, algún día, también transmitirla, regalarla, entregarla gratuitamente, a quienes han de venir.

Así, vista como algo vivo, la tradición es algo alegre, algo natural, algo normal. Algo bello y bueno que, si no fuera por nuestras propias limitaciones e imperfecciones, debería tender a difundirse en medio de un mundo asqueado de tristeza, artificialidad y anormalidad…

Pero también están los otros, los que se quedan toda la vida en la mera reacción asqueada, los que necesitan alimentarla constantemente de “denuncias”, de descensos al abismo de “los otros”, para reafirmarse en la postura de que hicieron lo correcto, de que están “donde deben”. Los que usan de la tradición como mero refugio o, peor, instrumento de una psicología y moral farisaica. “Gracias, Dios, por no ser como…” No hay alegría, no hay naturalidad, no hay normalidad.

Por supuesto que esto no se aplica únicamente a los “tradicionalistas”. También lo hemos visto en movimientos “primaverales”, en parroquias, en Cáritas, en grupos misioneros, en comunidades de base, en ecumenistas, en movimientos políticos… cambiando lo que haya que cambiar y dejando lo que haya que dejar.

Pero, claro, nos duele ver estas actitudes donde suponemos que no deberían verse. Y nos duele mucho verlas, cuando se ven demasiado… De ahí la anécdota que contábamos la última vez; que no es más que un pequeño síntoma de algo bastante (demasiado) generalizado en el ambiente.

La tradición expuesta como simple denuncia, rigorismo, exceso, superficialidad, que no hace distinciones, que no reconoce lo que haya de rescatable donde lo haya, que no es inteligente… hace odiosa a la misma tradición. Y produce rechazo, lógico y entendible, en quienes no tiene la gracia de poder superar esa primera barrera y llegar un poco más cerca del núcleo. Y Dios nos pedirá cuentas de esto.


Por supuesto que no estamos llamando al silencio, a la ingenuidad, a la falsa caridad o a la falsa prudencia. Si hay algo que nos pide el mundo a gritos, es que hablemos claro. No hay nada que repugne más a nuestros contemporáneos que el pasteleo y el endulzamiento de las cosas importantes. No está mal denunciar lo que haya que denunciar, exponer lo que haya que exponer, debatir donde haya que debatir y, especialmente, desmitificar lo que haya que desmitificar. Pero si nos quedamos sólo con eso y no presentamos una alternativa amable (en todos los sentidos que tiene este término), empobrecemos tristemente a la tradición.

Pero esto entraña otro peligro al que nos referiremos próximamente: hacer la tradición ridícula.


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