lunes, 28 de septiembre de 2009

Utopías y realidades económicas


Uno de los pilares de esta bitácora es el distributismo. Queda dicho en nuestras "definiciones" en el margen derecho. Sin embargo, hasta el momento, no hemos tenido muchas ocasiones de hablar de ello.

Navegando por internet es posible encontrar varias bitácoras y otros sitios donde se habla de distributismo, con éste u otro nombre más o menos "vendible" (economía sana, economía personalista, etc., etc.).

Curiosamente, o no tanto, al hablar de distributismo suelen producirse fuertes reacciones; especialmente entre aquellas personas que tienen alguna formación económica. Y, lo que es más curioso, estas duras reacciones se producen independientemente de la ideología del comentarista.

Los argumentos suelen ser los mismos. Se acusa al distributismo de utópico, a-científico, irracional, etc. Cuando uno profundiza algo más en las críticas, las mismas apuntan a su (supuestamente) imposible materialización en la economía actual, por atentar (entre otras) contra las economías de escala. No tan sólo economías físicas, como la producción, el aprovisionamiento y la distribución; sino también economías "soft", como el poder de negociación frente a proveedores, bancos, el estado y otros acreedores.

Aquí el problema está en una mala comprensión de lo que el distributismo es. Como decía una publicación de la Liga Distributista, allá por la década del '30 del siglo pasado, el distributismo no es una ideología... no es una moda de la politología o la sociología engendrada en la reclusión de una biblioteca o en un laboratorio, no es algo como una nueva apertura de ajedrez reservada a unos pocos iniciados. El distributismo existía mucho antes de que las personas se vieran en la triste necesidad de estudiar Ciencias Políticas, Economía o Sociología. El distributismo fue la forma de vida económico-social de Europa durante siglos. Los hombres no se vieron obligados a darle un nombre hasta que fue decratada la destrucción de esta forma de vida.

El nombre distributismo se refiere a la proposición principal de esta doctrina (no la única, pero sí la principal): la necesidad de un capital equitativamente distribuido entre todas las familias. Se trata de que, dentro de lo posible, todas las familias tengan la propiedad de sus propios medios de producción. Por eso, el gran enemigo del distributismo es el concentracionismo, ya sea en la forma de estatismo socialista, ya en la forma del capitalismo anónimo liberal.

¿Y cómo lograr esto? Evidentemente, no es fácil. Si bien la granja y el taller familiar eran la forma de vida de la mayoría de la población europea (y americana en cuanto prolongación de ella) hasta el siglo XIX, hoy se trata de una excepción; y, por lo tanto, el distributismo se empeña hoy en día en un trabajo de reconstrucción.

Pero no se trata de empeñarse en utopismos, sino en un bien posible, aquí y ahora.

E. F. Schumacher, un economista "converso" al distributismo, pudo observar "in situ" (siendo un burócrata del gobierno británico laborista de la postguerra) en sociedades tradicionales extraeuropeas, como Asia, no "arruinadas" aún por la Revolución Industrial, el funcionamiento de una economía distinta, que él llamó "Economía Budista" (el nombre del capítulo más recordado de su más famoso libro, Lo Pequeño Es Hermoso).

Justo es decir que el uso del adjetivo "budista", como aclaró en un célebre reportaje, fue puramente incidental... las enseñanzas del cristianismo, el Islam o el judaísmo podrían haberse usado del mismo modo como las de cualquiera de las grandes tradiciones orientales.

Pero, lo interesante, es que en la Argentina tenemos ahora un "caso de éxito" donde se aplican (intuitivamente) muchas de las enseñanzas del distributismo. Me refiero a los mercados autoservicio chinos.

En una nota aparecida en la edición electrónica de hoy del diario Infobae: "Con 'paciencia milenaria' los autoservicios chinos ya son dueños del 37% del mercado", ganándole incluso a las grandes cadenas internacionales de súper e hípermercados.

...Con el paso del tiempo, supieron hacerse de una red comercial hilvanada a modo de telaraña que hizo que, en la actualidad, haya un super chino a pocas cuadras a la redonda. Incluso, salieron casi indemnes de la crisis. Y sin ofrecer los megadescuentos propios de los acuerdos entre tarjetas e hipermercados.

La participación en ventas de los autoservicios chinos se ubica en el 37% el último año, según datos de la consultora Nielsen. Cuentan con un share por encima del resto de los canales, considerando entre ellos supermercados, hipermercados, autoservicios tradicionales, hard discount y almacenes. En cuanto a la penetración por segmento socio-económico, la virtud de esta "telaraña" de comercios es que han logrado una distribución muy similar entre el público de los niveles más altos, medios y bajos, con un poco más de 30% de mercado en cada segmento... Hoy los chinos han logrado lo que nadie pudo. Un 38% de participación en los consumidores medios, seguidos por un 37% en los bajos y un 33% en los más altos, un mercado muy equilibrado.

...El ahorro en costos que tienen los comerciantes chinos les permite ser competitivos en precios y lograr continuar la expansión, a pesar de la crisis. Esto tiene que ver con la administración de los puntos de venta, que en general está en manos de los mismos dueños y familiares, los cuales trabajan un promedio de 14 horas diarias, algo que sería muy costoso sostener con empleados. Por otro lado, los mismos locales que alquilan para poner el negocio suelen utilizarlos como vivienda, para lograr así una importante reducción de gastos. Y un sector de ellos, como es el de la carne y frutas, suelen subalquilarlo.

El sistema de compras que le permite ser efectivos en precios es determinante. Para tener ofertas competitivas, su secreto está en la forma en como organizan sus compras... se organizan en cooperativas de 1.700 comercios, que para la adquisición de productos de manera más económica. De esta manera, mediante estos pools, pueden hacerse de mercadería directo desde las fábricas y a muy bajo precio.

En fin, aunque podríamos tener varios reparos, lo que está claro es que la concentración del capital no es ley "divina" inexorable...




Xilografía que representa el taller del orfebre
en "De Re Metallica" de Georgius Agricola (Georg Bauer),
de la edición de Basilea de 1557.


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jueves, 24 de septiembre de 2009

Mysterium Fidei

La alegría del católico es decir ahora y en la hora de nuestra muerte – Amén. Cuando a la hora de su muerte, Santa Catalina gritó “¡Sangre! ¡Sangre!” podemos decir que experimentó gozo en la unión perfecta en el amor con Nuestro Señor, pero aterrorizó a todos los que estaban en la misma habitación y, ciertamente, no fue lo que cualquiera quiere decir ordinariamente cuando habla de felicidad.

María sosteniendo a su Hijo muerto en brazos para besar sus heridas como tantos labios rojos – ¿fue realmente como en la estatua fría y hermosa de Miguel Ángel? Me pregunto, ¿podríamos mirarla si elevase la mirada hacia nosotros con sus ojos rojos y quemados con las lágrimas?

En Navidad la pequeña niña grita, “Miren la muñeca bajo el árbol, ¡mis plegarias se escucharon!” Y tú dices, “Sí, querida, Dios es bueno; Él siempre escucha las plegarias.” Mientras que, hacia dentro, en silencio, te preguntas – “¿Y las mías? Él no ha respondido mis plegarias.” ¿No es cierto? ¿Al menos si has alcanzado cierta edad? Y algunos la alcanzan cuando cronológicamente son aún bastante jóvenes. Pero cuando sea, en cierta edad espiritual, interiormente hay pena, tristeza, pérdida, una ansiedad, y uno se ve turbado por toda esta Navidad feliz con gritos de Paz y Alegría, porque no hay ninguna paz ni alegría para ti. Un día dices en silencio, “Señor, mis plegarias no han sido respondidas. Intenté hacer lo que dice Santa Teresa. Miré y Te miré, y no me devolviste la mirada. Nadie entiende, ni siquiera Tú. Estoy solo.” Y Él dice, “¿Solo?” Y tú dices, “Sí, solo.” Él dice, “¿Abandonado por todos?” – “Sí.” Y Él responde, “Ahora tus oraciones comienzan a ser respondidas por primara vez. Haz comenzado a ser como Yo, quien gritó desde la Cruz la amargas palabras hebreas que, si escuchas en silencio, podrás escucharme gritar en cada Misa: Eli, eli, lama sabachtháni – Dios mío, Dios mío, ¿por qué me haz abandonado?”

En el Santo Sacrificio de la Misa, es Cristo mismo quien habla las palabras de la consagración mediante el suicidio voluntario de la personalidad del sacerdote; el sacerdote se convierte en la “persona”, el instrumento a través del cual se pronuncia un sonido; y Cristo, no el sacerdote, dice Hoc est Corpus Meum. Y el Cuerpo es elevado en silencio; la campana es la interrupción del silencio; en un mundo ruidoso se necesita un sonido fuerte dentro de cuyos círculos concéntricos el ruido se vacía. Y entonces Él dice, Hic est Calix Sanguinis Mei. En el Jardín de Getsemaní, Él rezó: “Si es posible, aparta de Mí este cáliz.” Y ahora dice, “Éste es el Cáliz de Mi Sangre.” Como sabemos, es en la segunda parte del doble acto de la Consagración que la Sangre de Cristo se hace presente sobre el altar, separada de Su Cuerpo, lo que es la renovación del derramamiento de Su Sangre en la Crucifixión. La sangre se muestra bajo la apariencia del vino, y la campana solemne lo proclama a un mundo que rara vez escucha. Éste es el Misterio de la Fe.

John Senior, La Resurrección de la Cultura Cristiana.



Iluminación del Libro de Oraciones de Alberto V de Austria
(Abadía de Melk, Baja Austria)
[Gentileza AEIOU.at]



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viernes, 18 de septiembre de 2009

Bibliotecas sin lectores


James V. Schall, S.J.

First Things Journal, 17 de septiembre de 2009

El Paraíso Perdido es uno de esos libros que el lector admira y deja apoyado, y olvida retomar. Nadie nunca lo deseo tan largo como es. Su lectura es una obligación más que un placer. Leemos a Milton para instruirnos, retirándonos apesadumbrados y sobrecargados, y buscamos en otros lados para recrearnos; abandonamos a nuestro maestro, y buscamos compañeros.”

—Samuel Johnson, “Milton”, en Prefaces to the Works of the English Poets, 1779.

“¿Cuál es el punto de incontables libros y bibliotecas cuyos catálogos sus propietarios no pueden ojearse en una vida? El estudiante es cargado, no instruido, por el peso; es mejor dedicarse uno a unos pocos autores que recorrer muchos.”

—Seneca, “Tranquillitas”, †65 A.D.

I.


Se han abierto dos nuevos y elegantes edificios universitarios que recientemente visité. Los llaman “centros de información” en los letreros de las paredes exteriores. Esos edificios alguna vez fueron llamados bibliotecas. El cambio en las palabras no carece de significado. Las bibliotecas no se limitaban a estar llenas de “información”. La información no es pensamiento, mucho menos, verdad. Demasiada información es en realidad caos a menos que una mente la ordene.


Estuve en la biblioteca universitaria aquí a finales del verano. Aunque fue una estación tranquila, me chocó el hecho de qué pocos alumnos estaban allí leyendo. Aquéllos que estaban allí, como durante períodos más ocupados, parecían en su mayoría estar usando material “on line” que traían con ellos a la biblioteca en sus propias computadoras. Algunos libros aún se veían pero parecían ser principalmente auxiliares útiles para algo más. En algún lugar escuché recientemente que las bibliotecas de libros pronto van a dejar lugar a los “centros de información”. Que los libros reales serán conservados para referencia en algún depósito o que todos los libros serán recogidos en algún centro como la Librería del Congreso como referencia o para investigación de los historiadores. La sociedad “sin papeles” e “inalámbrica” ha vencido, aunque parece seguir produciendo toneladas de papel y cables en el proceso.


Alguien podría sugerir que este cambio del libro a la máquina es un progreso, o tal vez, un regreso. Después de todo, los libros, en la forma de páginas unidas con amplia distribución, son una invención relativamente reciente. Aquéllos que estudian la Biblia (el Libro) y el folclore nos dicen que estos “libros” existieron primero como experiencia y memoria, como narraciones orales, transmitidos en forma oral y como canciones. Los libros escritos y publicados son algo moderno. Ahora tenemos tantos tipos de libros, fuentes y aparatos “on line” que podemos prácticamente llevar con nosotros toda una biblioteca en nuestro bolsillo.


Cualquiera que haya transportado libros pronto se da cuenta de lo pesado que son. Un amigo recientemente me regaló dos lindos volúmenes de tapa dura de las Quaestiones Disputatae, de Potentia Dei de Santo Tomás. Pesan poco menos de dos kilos. Los cimientos de los edificios que conservan miles y miles de libros han debido ser reforzadas. ¿Por qué malgastar papel? ¡Pongamos todo “on line”! En realidad, desde hace poco, mucho de lo escrito ya está “on line”. Excepto por los viejos tomos, no adquirimos primero un libro escrito y los ponemos “on line”. Sino que está escrito “on line” y luego lo imprimimos. Con frecuencia podemos leerlo “on line”, o en su forma impresa, o, incluso, escucharlo en un disco o cinta. La mayoría de los libros famosos de cualquier tipo están actualmente “on line” en algún lugar en diversos idiomas. Lo que contienen los libros de hecho, como nuestros propios pensamientos, se ha hecho sin peso.


Escribiendo una crítica en 1987 de los programas de “Grandes Libros”, Frederick Wilhelmsen concluía: “Ya no vivimos en una cultura dominada por los libros; tratar a nuestros estudiantes como si así fuera, es violar su misma estructura psíquica. Actualmente nos adentramos en una nueva forma de Edad Media (o comunicación oral), pero la gente de los Grandes Libros aún se comportan distraídamente como si vivieran en los siglos XVIII ó XIX.” [1] El punto de Wilhelmsen era que la filosofía no existe en los libros sino en la conversación. Debe estar en nuestras almas y ser hablada y comprendida entre sujetos. El mismo Platón, en su Séptima Epístola, se preocupaba de la falta de transitoriedad en las palabras escritas, acerca de la imposibilidad de ser sujetadas a lo que pretendían significar. Los largos debates acerca de la posibilidad de traducir correctamente un libro a otro idioma reflejan esta preocupación.

II.

Concediendo todas estas advertencias, aún pertenezco al círculo de aquéllos que aman los libros. Pienso que, si bien en algún caso pueden ser “reemplazados” por sus versiones “on line”, aún es mejor tenerlos a mano. No puedo no coincidir con Séneca acerca de los catálogos de libros que nunca llegaremos a leer en nuestras vidas. “Es mejor dedicarse uno a unos pocos autores que recorrer muchos.”


Esta idea, por supuesto, significa que algunos libros valen más la pena que otros, sin negar que uno puede probablemente aprender algo de cualquier libro. Cualquier que no haya leído al menos un libro que no mueva su alma, probablemente no tiene alma. Sin embargo, sé que los iletrados tienen almas y con frecuencia experimentan en ellos mismos los argumentos de cualquier palabra escrita.


Recientemente un hombre de nuestra comunidad murió. Era un buen académico. Había recopilado una biblioteca impresionante con el transcurso de los años. Tenía todos tipos de libros. Luego de su muerte, sus libros se ofrecieron a varias bibliotecas universitarias en caso de que los necesitaran o no los tuvieran. Luego de esta oferta, nos los regalaron a cualquiera de nosotros que quisiera alguno de ellos. Las librerías personales llegan a su fin con las vidas de aquéllos que las reúnen en primer lugar. Los libros, o la falta de algunos, en nuestros estantes al momento de la muerte probablemente revelan tanto del hombre como cualquier otra cosa, excepto quizá sus cartas (¿o e-mails?).


Yo mismo estoy en una etapa de mi vida donde mi principal objetivo es deshacerme de libros, de los cuales tengo demasiados, más que conseguir alguno más. Si uno no tiene cuidado, se convierte más en un catalogador de biblioteca, como implica Séneca, que en un lector de libros, que es donde realmente está lo bueno. Cuando fui a ver los libros restantes de mi colega, me dije severamente, “no compraré más libros”.


Sin embargo, momentáneamente, sí debilité mi resolución. Seleccioné una edición en tapa blanda de los poemas de Robert Frost. Un amigo había estado citando poemas de Frost para mí desconocidos, y no tenía una copia. También encontré un pequeño libro de poemas de William Blake, y una copia de El Fin de los Tiempos de Josef Pieper; pues aunque estoy seguro que ya lo leí, no podía tolerar el pensamiento de dejar que un libro tan bueno quedara allí.


Al contrario de Séneca, pienso que es una buena idea que un joven acumule libros. Me gusta estar rodeado de libros. Recomiendo a mis estudiantes cazar en librerías de usados, gozar con lo que allí encuentren. Deben ejercitar lo que Chesterton llamó el “romance del ahorro” viendo qué buenas cosas pueden comprar por menos dinero que lo que gastarían en ir a un concierto de rock. Me gusta tener algo sobre los más variados temas. Nuestras mentes fueron creadas para la totalidad. También uno debe tener cuidado de no convertirse en bibliotecario de uno mismo, que es lo que preocupaba a Séneca. Hay una diferencia entre un coleccionista de libros, a quien debemos el cuidado de buenos libros de los que nadie sabe, y un lector de libros. Por supuesto, no hay nada malo en ser al mismo tiempo un coleccionista y un lector de lo que uno colecciona. Los libros son un signo de que sabemos de la existencia de más que nosotros mismos.


La principal tarea de un joven es leer algo por primera vez. Llegó una vez un tiempo en mi vida en que comencé a releer libros que ya había leído, más que leer nuevos. El último libro puede ser bueno, pero con frecuencia no son los mejores, incluso cuando uno mismo lo escribe, aunque uno difícilmente lo admita. C. S. Lewis señala, en Una Experiencia en la Crítica, que, a medida que nos hacemos mayores y hemos enseñado tanto, comenzamos a darnos cuenta que tal vez leímos el mismo libro veinte o treinta o cuarenta veces en nuestra vida. Encontramos, al hacerlo, que estamos siempre aprendiendo algo que no vimos antes. En la lectura trigésimo séptima de Aristóteles, Cicerón o el Evangelio de Juan, encontramos que lo que pasamos por alto en las anteriores treinta y seis lecturas. Sin embargo, en las anteriores treinta y seis lecturas, aprendimos algo que tampoco habíamos vistos en las lecturas anteriores.


Cuando este aprender algo nuevo tras treinta y siete veces ocurre, sabemos que, sí, éste es un “gran” libro. Alguna vez dudé acerca de este refresco continuo y fui escéptico, pero ya no. Recientemente releí Jayber Crow de Wendell Berry. Era un libro incredible cuando lo leí por primera vez, pero más aún la segunda. Por eso, me gusta decir a mis estudiantes, “tanto ustedes como sus libros existen en el tiempo. Uno de los gozos de la vida es finalmente entender lo que no pudimos ver las primeras diez veces que miramos algo, o, de hecho, alguien”. Cuando este comenzar a ver ocurre, buscamos, como dijo Johnson, compañeros para contarles acerca de ello.

III.

Ahora bien, no tengo nada contra El Paraíso Perdido de Milton. Conozco gente que jura por él. La pérdida del Paraíso es un tema sobre el que uno nunca puede meditar lo suficiente. Si no conocemos el relato de la Caída en el Génesis, difícilmente nos entenderemos o comprenderemos para qué estamos en esta vida. Samuel Johnson, aquel gran hombre, no se entusiasmaba particularmente por el famoso libro de Milton. Me gusta la idea de Johnson de que debemos “leer” una obra más por placer que por “obligación”. Los “Grandes Libros” con frecuencia son seguidos como una “obligación”. La currícula universitaria está armada como si ésa fuera la principal preocupación del estudiante.

“Obligación” no es una mala palabra, es frecuentemente mejor que la palabra “derecho”. ¿Qué significa el “derecho” a un gran libro a menos que sea algo que primero nos haga gozar? Pero pienso que las mejores cosas existen más allá de las obligaciones y derechos. Están en la categoría de los dones. Estas cosas buenas son lo que Aristóteles llamó cosas buenas “por sí mismas”. Los libros son aún esas cosas que con toda probabilidad nos darán aquellas cosas que son buenas “por sí mismas” y de ahí acerca de cómo debemos vivir y qué debemos alabar.

William Faulkner en su carta de noviembre de 1953 desde Nueva York dirigida a Joan Williams se preocupa del hecho de que para lograr algo, debemos en realidad actuar u obrar, para usar la terminología de Aristóteles. “Esta gente que te gusta y entre la que vives”, Faulkner la amonesta, “no quiere la responsabilidad de crear. A eso es a lo que me refiero con escolares: son como la gente que aún está en la escuela, parásitos irresponsables, que ahora ni siquiera deben aprobar los cursos para permanecer allí. Atraviesan las mociones del arte – hablando sobre lo que van a hacer mientras beben, incluso desfigurando el papel o el lienzo cuando creen necesario para escapar de la responsabilidad de vivir.” [2]


Éstas son grandes frases, “la responsabilidad de crear” y “la responsabilidad de vivir”. Sin embargo, creo, no son tan grandes como la distinción de Johnson entre obligación y placer. Me encuentro, confieso, aún más absorto con la “falta de seriedad en los asuntos humanos” y la razón para ello en Platón. Existen asuntos que nos mayores que humanos y somos creados para estos últimos. Pero vivimos nuestras vidas pasajeras en el mundo de modo como si finalmente pudiéramos observarlas.

IV.

Este ensayo se titula “Bibliotecas sin lectores”. El origen de las salas de lectura en las bibliotecas estuvo en el hecho de que los libros eran tan caros, raros y frágiles que no podían abandonar la biblioteca donde estaban bajo protección. Mucha gente por eso leía el mismo libro en el mismo lugar. Hoy nosotros, la mayoría de la gente, tenemos nuestras propias copias del mismo libro. Ya no todos leemos el mismo libro físicamente en la misma sala de lectura. Deberíamos decir que esta abundancia de libros es una circunstancia feliz. Podemos leer casi en cualquier lado a cualquier hora del día o de la noche. La pregunta no es “¿tenemos el libro?”, sino “¿tenemos el tiempo y el incentivo para leerlo?”

Hay dos libros que me han sido siempre útiles para profundizar en estos puntos. Ellos son: La Educación de un Vagabundo de Louis L’Amour, que me regaló un amigo una vez, un libro del que nunca había escuchado. L’Amour, el famoso novelista, que comencé a leer después de ese regalo, hacía una lista de los libros que había leído ese año. La lista no es una mala idea. Probaba la educación real de L’Amour. Explicaba cómo uno podía encontrar tiempo para leer con una vida agitada, cómo es una buena idea tener con nosotros un libro todo el tiempo. No debemos volvernos aburridos sin tiempo para los demás, pero hay un gozo en el leer, como dijo Johnson. Además, necesitamos algo de qué hablar.

El Segundo libro es La Vida Intelectual de A. D. Sertillanges. Este libro fue escrito en francés en la década de 1920. Explica cómo cualquiera puede dedicar su vida a pensar y leer incluso ocupado y preocupado, como Marta, “con muchas cosas”. Sertillanges habla de tomar notas, levantarse temprano y ser disciplinado. De hecho, nos libera para conocernos no sólo a nosotros mismos sino aquello que es usualmente más excitante – literalmente, conocer lo que no somos nosotros mismos. Queremos lo que no está en nosotros para convertirnos en nosotros. Es por esto que tenemos mentes. Puesto de otra forma, lo que se nos niega por nuestra finitud física se nos devuelve en nuestro pensamiento, si nos tomamos la preocupación de reflexionar acerca de lo que las cosas que son.

No creo que haya ningún aspecto “arduo” en la lectura. Es como cualquier hábito; lleva esfuerzo aprenderlo tan bien al punto de no darnos cuenta que lo tenemos. Y por supuesto, el propósito de la vida no es simplemente leer un montón de libros. Ni siquiera es leer un montón de buenos libros o grandes libros. Pero las posibilidades de que sepamos de qué se trata todo sin la ayuda ni la inspiración de los libros que leemos son mínimas. Y aquí estoy hablando de leer, y no de cantar o bailar y otras cosas como la contemplación que Platón dice es aquello para lo cual realmente fuimos creados.

V.

Finalmente, a medida que lo pienso, dudo si la mayoría de nuestras mejores lecturas lo fueron en bibliotecas, aunque algunas lo fueron. Pensamos en Karl Marx leyendo en el Museo Británico. Leemos libros porque buscamos saber la verdad de las cosas. Después de un tiempo, sospechamos que las “verdades” simples que encontramos en los libros que leemos deberían estar todas juntas, que nuestra lectura no es algo arduo sino una aventura.


Jayber Crow, nos dice Wendell Berry, era el barbero filósofo del pueblo y un lector de libros. También escuchaba música. Como joven se enroló en la Universidad de Kentucky. “Leí en los libros de texto que nos asignaban, y también iba a la biblioteca y buscaba los libros de los que los profesores hablaban o recomendaban, y los leía. O leía acerca de ellos – algunos eran aburridos.” Un pasaje así siempre me recuerda de la afirmación de Chesterton de que no hay algo así como una materia aburrida, sino una persona que aburre.


Pero me solidarizo con Jayber. “Leía en mi habitación por la noche, cuando no estaba por ahí vagando. Y algunas noches iba a la biblioteca y leía allí”, nos dice, con una familiaridad que nos hace darnos cuenta que Wendell Berry enseñó en la Universidad de Kentucky. “La biblioteca tenía cuartos hermosos alineados con libros, y mesas para leer y escribir. Y había un amoroso cuarte llamado la Sala de Mirada, con estanterías de libros y libros, y varios ventanales altos por donde se veían los árboles, y sillas cómodas con lámparas de lectura, y sofás. Era por lejos el mejor, el cuarto más confortable que he visto en mi vida, y amaba sentarme en él.” Parece que podemos verlo. Parece extraño, incluso blasfemo, sin embargo, que esta elegante sala de la biblioteca fuese llamada Sala de “Mirada” y no de “Lectura”, como si, en ella, nos limitáramos a observar sin profundizar.


También me solidarizo con Samuel Johnson. Nos parece bien que algunos libros no sean más largos de lo que son, pero uno se pregunta si uno quiere que terminen libros como El Señor de los Anillos o Los Hermanos Karamazov. Lo mismo puede decirse de Dickens, aunque recientemente leí Un Puñado de Polvo de Evelyn Waugh. La novela termina, en un puesto del Amazonas, con el héroe obligado a leer todo Dickens en voz alta, una y otra vez. Esta lectura se convierte en nada menos que la imagen del infierno. Los finales, como la vida, son acerca de lo que se trata todo.


Y finalmente, Séneca. Es mejor “dedicarse uno a unos pocos autores que recorrer muchos”. Existir no es leer sino vivir. Sin embargo, la misma palabra está orientada a la “palabra”. No sólo necesita existir sino existir para ser pronunciada en la existencia de nuestras mentes activas.


Concluyendo, la respuesta de Tomás de Aquino a la décimo séptima objeción de la tercera cuestión, sobre la Creación, en el Potentia Dei, dice: “Universum quod est a Deo productum, est optimum respectu eorum quae sunt, non tamen respectu eorum quae Deus facere potest.“ ¿Por qué terminar un ensayo intitulado “Bibliotecas sin lectores” con una cita en latín que significa, burdamente, “el universo que es producido por Dios es el mejor respecto a las cosas que existen realmente, pero sin embargo no respecto a aquellas cosas que Dios puede crear”? Es porque existen probablemente cosas que conocer incluso cuando sabemos que todas las cosas en nuestro mundo se nos han dado para conocerlas.


Notemos bien, leí este pasaje en un libro. No se me ocurrió a mí, pero lo entendí cuando lo leí. Sugiere que todos los libros del mundo pueden no ser suficientes para que nosotros sepamos lo que vale la pena saber. Creo que el último versículo del Evangelio de Juan dice casi lo mismo. Tal vez, darnos cuenta de esto, también, es la razón por la cual tenemos bibliotecas.

Notas

[1] Frederick Wilhelmsen, “Great Books: Enemies of Wisdom?” Modern Age, Summer/Fall, 1987, 331.

[2] Selected Letters of William Faulkner edited by Joseph Blotner (New York: Vintage, 1978), 357.



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jueves, 17 de septiembre de 2009

Explicándome: Anarcotradicionalismo (II)


...No basta declarar que la soberanía del Estado debe supeditarse a la ley divina o natural, o de gentes, sino que hay que negar rotundamente la soberanía estatal misma, es decir, que hay que negar la legitimidad teórica del Estado. Respetos humanos, pleitesías a los reyes o a las asambleas populares, impedían llegar a esta conclusión lógica de que la soberanía política de Cristo excluye, sin más distingos, toda la soberanía; pero hoy, al evidenciarse la crisis del Estado nacional soberano, podemos, sin dificultad, ser consecuentes y derribar el mito político de la soberanía del Estado, el mito del Estado.

En este resultado está el punto de mayor vigencia de nuestro pensamiento tradicionalista, en contraposición con todas las otras doctrinas políticas, socialistas o liberales, monárquicas o democráticas, que, aun inspirándose en las más diversas ideologías, no saben desprenderse del presupuesto de que debe existir un Estado, es decir, un poder político ilimitado o soberanía. Para el pensamiento tradicionalista, debe haber un poder civil, encarnado en la persona de un rey dinástico, hay una comunidad, hay patria, pero no hay Estado nacional. Es, si se quiere, como un residuo medieval, pero también lo que da al tradicionalismo su actual vigencia, en este momento de crisis del nacionalismo.

...Lo que es la raíz de la patria... no está en el "pueblo", lo que insensiblemente nos lleva a la nación soberana, sino en la "familia". Esa concepción de la sociedad civil como comunidad de familias es lo que explica la congruencia de la idea monárquica; no se trata, en realidad, del gobierno de una masa de individuos por uno solo, sino del gobierno de una comunidad de familias por una familia destacada, es decir, una dinastía legítima; y de ahí el intransigente legitimismo del tradicionalismo, incomprensible para los que conciben la monarquía como gobierno de un individuo y no de una dinastía. Intransigente lógica, porque sin estricta legitimidad, no hay familia, ni hay propiamente monarquía.

La patria, decimos, no debe confundirse con la nación. ... La patria no es más que la tradición familiar expansiva; hasta donde alcanza el sentimiento de pertenecer a una como gran familia, hasta allí llega la patria, y de ahí que ese sentimiento de patria pueda tener, para una misma persona, para una misma sociedad, distintos alcances, y que sean compatibles las patrias grandes con las más chicas. Es más, que resulte difícil un verdadero sentimiento de la patria grande si se desconoce en absoluto el de la patria chica, como resulta difícil que ame a sus parientes más lejanos quien no ama a los más próximos.

Así, pues, la patria es como una gran familia, una gran comunidad de engendramiento que se goza de su fecundidad, lo que no tiene porqué corresponder a la nación estatal, ni al ámbito político del reino; que es elástica y variable, pues depende de un sentimiento. Patria no es un concepto jurídico-político, y por eso no podemos hablar de ella sin cierto lirismo. Es objeto de amor y de fecundidad. La nación, en cambio, es instrumento de poder, de poder y de lucha. Las patrias jamás pueden entrar en conflicto, no pueden ser beligerantes; cuando es atacada, resulta al que la ama muy dulce morir por ella, defendiéndola, pero en ningún caso la patria es agresiva y polémica. En efecto, resultaría incongruente el querer absorber dentro de la propia patria, que es lazo de amor, al que se reconoce extraño a ella, que no participa en aquella comunidad de tradición familiar. Las naciones, en cambio, siempre han tendido, por su propia naturaleza, a comerse las unas a las otras, y siempre existe entre ellas una potencial polemicidad.
Alvaro D'Ors




El Tributo de las tres vacas es una ceremonia que reúne a los vecinos de los valles de Baretous (Bearn) y de Roncal (Navarra) en el punto llamado Piedra de San Martín en el puerto de Ernaz todos los 13 de julio, por el cual los primeros entregan tres vacas a los segundos. Aunque tradicionalmente se denomina tributo, no es tal por no existir vasallaje, sino que se trata de un acuerdo entre iguales, un contrato sinalagmático.
Rafael Gambra, El Valle de Roncal (Estela, Navarra: Gráficas Lizarza, 1987).

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miércoles, 16 de septiembre de 2009

Curso sobre la Revolución Francesa

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martes, 15 de septiembre de 2009

Anarcotradicionalismo: Explicándome


Como es notorio, poderes políticos más o menos absolutos, más o menos insubordinados a toda norma superior a ellos mismos, eso se ha dado en cualquier momento de la historia; pero la idea de que los hombres, para vivir una vida civil, deben integrarse en unidades políticas territoriales, formando una sola masa humana, sometida a un único poder, racionalizada y reglamentada por una misma normativa positiva, y de que tales unidades territoriales están encerradas en fronteras que limitan la órbita de aquel poder y de aquella ley, eso, que es lo que propiamente llamamos Estado, eso es una creación relativamente moderna. Ni la antigüedad ni el medioevo conocieron el Estado, y resulta del todo anacrónico y desorientador el hablar, como suele hacerse, de "Estado romano", "Estado visigodo", etcétera. Es verdad que esta teoría del Estado encuentra algunos de sus fundamentos en la Polis griega, pero aun ésta presenta una estructura totalmente distinta, tanto por su reducción a una ciudad local, como por un concepto totalmente distinto del nómos que la rige. Esto se hace patente cuando la idea de la Polis griega se amplía, en época helenística, a un verdadero territorio, y se patentiza la diferencia esencial entre el nexo que une a la ciudad con el basileus, y el que une a lo que no es propiamente la ciudad, la chora, con el mismo rey. Para los romanos, por su lado, la idea de Estado es tanto más ajena cuanto que la idea romana de civitas es independiente de un territorio demarcado, siendo para ella lo esencial el nomen, el nomen romanum, es decir, algo esencialmente personal y familiar. Naturalmente, para la Edad Media la cuestión no puede ni plantearse; en efecto, los reinos bárbaros surgen bajo la sombra de un nexo federativo con el Imperio, y esta sombra encarna después en la forma de un Imperio sacro presidido por el símbolo de las dos espadas, un importante mito político, que, por lo demás, es mucho menos cristiano de lo que aparenta su tono medieval y hasta su misteriosa relación con las dos espadas que Jesucristo considera suficientes --satis est-- un momento antes de su prendimiento en el Huerto de Getsemaní. Todas esas formas políticas antiguas o medievales son totalmente distintas del Estado, y haríamos muy bien en evitar este término cuando a ellas nos referimos.

La teoría del Estado es moderna. Aunque el término mismo y muchos puntos de vista complementarios se deben a Maquiavelo, así como lo que pudiéramos llamar su condición moral, su ethos, el verdadero fundamento de la teoría del Estado es, como resulta notorio, Juan Bodino. Para éste la res publica adquiere un nuevo valor: es la "muchedumbre de familias y cosas gobernadas por un poder absoluto, una summa potestas". Es verdad que Bodino no deja de introducir el paliativo de la razón, como si a ella debiera supeditarse ese poder absoluto, pero, al no reconocerse ninguna instancia racional superior a ese mismo poder, fácilmente debía convertirse esa razón en una pura "razón de Estado". Aparentemente, la teoría de Bodino puede tener cierta similitud con la de la polis aristotélica, pero sólo aparentemente. En realidad, el concepto del francés es radicalmente nuevo. Ese poder absoluto, imprescindible, es para él une puissance absolue et perpetuelle, una puissance souveraine; sin ella, "la Rápublique n'est plus République". Lógicamente, un poder así excluye todo otro poder soberano: no puede haber, coincidentes, dos soberanías. La exclusividad del poder divino aparece aquí claramente transferido a la soberanía estatal. Y la función suprema de esa soberanía es precisamente la de hacer la ley, una ley que no se impone al Estado, sino que crea él por la voluntad personal del soberano. Es verdad que todavía Bodino se hace eco de la eminencia de las leyes divinas, naturales y de gentes --tripartición en la que debe observarse la reducción racionalista de las leyes divinas a las divinas positivas--, pero la vinculación del soberano a tales leyes es puramente moral, y ya podemos comprender que esa moral no iba a ser mucho más objetiva que la de Maquiavelo.

El Estado de Bodino no es todavía el Estado nacional. Para ello había que esperar el influjo de la revolución francesa, a través del Abate Siéyes, que da al término un nuevo sentido político. "¿Qué es una nación?" --se preguntará Siéyes--. "Un cuerpo de asociados que viven bajo una ley común y están representados por la misma legislatura". Con ello se viene a excluir de la nación a las clases privilegiadas, que no viven una ley común, y a identificar la nación con el que Siéyes llamaba el "tercer estado". Luego agrega: "Todos los tributarios de la cosa pública, eso es, sin duda, la nación." El Estado absoluto de Bodino ha quedado así democratizado, pero sigue siendo igualmente absoluto, o incluso más, pues han desaparecido hasta los últimos vestigios morales de obsequio a una norma superior. La nación no reconoce poder ni norma superior a ella, pues en ella y sólo en ella reside la soberanía; ella es siempre dueña, dice Siéyes, de reformar su constitución. Su soberanía es perpetua, pero la norma que aquélla dicta puede cambiar en cualquier momento. Por eso acabará diciendo Renan que la nación es un plesbicito de cada día. Absolutismo revolucionario contra autoridad de la tradición.

La idea de la ilimitación del poder soberano iba a ser el eje de toda la teoría del Estado moderno. Esta idea era esencialmente anticristiana. La obra de Bodino está inspirada por una reacción de horror ante las luchas religiosas de Francia que culminan en la Noche de San Bartolomé (1572), poco anterior, y supone como un deseo de superar las contradicciones religiosas mediante la integración en el poder superior del Estado. El mismo Bodino tenía una mentalidad religiosa perturbada por creencias astrológicas y por tendencias judaizantes. Cuando habla de San Pablo, como observa Henry Hallam, lo hace en términos más bien despectivos, y, desde luego, las citas constantes, en la obra de Bodino, de pasajes del Antiguo Testamento contrastan con las rarísimas del Nuevo. De hecho, la obra teológica de Bodino, viciada de un confuso deísmo panteístico, se encuentra notada en el "Indice de Libros Prohibidos".

Este trasfondo demoníaco del nacimiento del Estado moderno explica que la nueva realidad política se adaptara perfectamente para instrumentar la revolución de la reforma protestante. Un doble objetivo venía a procurar la herejía. Por un lado, destruir la santidad carismática del Corpus Mysticum, por otro, su unidad; porque unidad y santidad son en la Iglesia --unam sanctam-- dos aspectos de una misma realidad. Como disolvente de la santidad, exaltó la reforma protestante el humanismo renacentista, hasta constituir un modelo de moral individual, pragmática y civilmente esforzada que desemboca, por una ley de inmanente exaltación, en la devoción del héroe. Aquel librito de Carlyle, Los héroes y el culto a los héroes, es, en este sentido, un momento sintomático dentro de esa corrupción del concepto de santidad que opera la reforma protestante; pero la culminación congruente de este mito humanista está en la superación del mismo humanismo protestante por la deificación anticristiana del superhombre. El pagano Nietzsche fue así perfectamente consecuente con la secuencia herética, y su grito de "Dios está muerto" es el reconocimiento solemne de la renuncia protestante a la presencia Eucarística.

Por otro lado, para disolver la unidad del orbe constuido por la Comunidad Cristiana sumisa a la autoridad pontificia, el protestantismo se valió del nuevo concepto de Estado. La unidad no debía buscarse ya en aquella comunidad universal, sino dentro de cada Estado, en el que radicaba una exclusivista soberanía. Dentro de las fronteras de cada Estado debía existir una perfecta homogeneidad, una racionalización social y hasta una unidad religiosa. Cada Estado debía tener una religión, determinada por la del soberano --cuius regio eius religio--, ya que la religión servía al fin político de reforzar la interna cohesión y disciplina estatal. También aquí hay una ley histórica inmanente que conduce a una culminación: la de la aspiración a un superestado. De este modo, superhombre y superestado son los dos últimos productos ideales del protestantismo; ideales, porque en la realidad no pasan de ser mitos, pero operativos, como son todos los mitos políticos.

Al contemplar esta realidad, al contemplar las raíces heréticas y revolucionarias del Estado moderno hincadas en un fondo netamente teológico, se nos aparece con la mayor claridad aquella verdad profunda de que toda la historia es un complejo de designios inescrutables de Dios; de que, cuando lleguemos a alcanzar una intuición más cierta de las arcanas causas del acontecer histórico, toda la historia universal se nos presentará como una Historia de la Iglesia.

Alvaro D'Ors




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lunes, 7 de septiembre de 2009

Sero te amavi, pulchritudo tam antiqua et tam nova, sero te amavi



Tiene buena pinta...

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viernes, 4 de septiembre de 2009

Unidos por el amor a la verdad...

Lindas fotos aquí del Acto en Homenaje a Carlos VII que difundiéramos días pasados. Lindo ver en ellas a varios amigos, algunos más cercanos que otros pero todos buenos.

Lindo, también, ver sentados a pocos metros a algunos que suelen darse con todo en los debates que se arman en Wanderer, como por ejemplo en esta entrada. Recordé un fragmento de una lindísima carta que Jack Tollers escribiera a un amigo y que me ha impresionado (mucho y bien). Dice así,

«Amicus Plato, sed magis amica veritas» fue su elección definitiva (en griego, no en latín). Más amigo, mucho más amigo, infinitamente superior a cualquier otra consideración, gratitud, respeto humano, lo que sea: allí estaba el rival sin par. Soy -¡y cómo no!- amigo tuyo, pero infinitamente más amigo de la verdad (eso se lo había enseñado, claro, Platón).

Esto de tener que elegir se las trae, ¿sabes? Uno querría que no, pero a veces no hay remedio:

Desde ahora, cinco en una casa estarán divididos: tres contra dos, y dos contra tres.

Estarán divididos, el padre contra el hijo, y el hijo contra el padre; la madre contra la hija, y la hija contra la madre; la suegra contra su nuera y la nuera contra su suegra.

¿Desde cuándo? La respuesta está en el Evangelio: desde ahora, desde que llegué al mundo, y no se les vaya a ocurrir a ustedes que vine a traer paz a la tierra, idea imbécil si las hay (Lc. XII, 51).

¿Paz? Tu abuela. Y he aquí entonces la tercera paradoja: soy amigo tuyo en la medida en que sea capaz de pelearme con vos por decirte algo, o corregirte, o lo que sea. Y ciertamente que no espero menos de tu parte.

Nosotros, el grupo nuestro que sigue unido a pesar de veinticinco años de avatares de todo tipo, diferencias, peleas, banderías y todo lo demás, es un ejemplo claro de lo que te digo. Si alguien viniera y te preguntara, ¿cuál fue la receta para que aún sigan siendo amigos después de tanta cosa, después de que cada uno se casó con distintas mujeres, adoptó diferentes conductas ante cada circunstancia, se afilió a éste o estotro grupo, partido o lo que fuere?

No hay receta. Pero lo cierto es que nos une (¿o unía?) un común denominador fuerte como la muerte, indestructible como pocas cosas: el amor a la verdad. Todos, en mayor o menor medida, queríamos saber la verdad. La saboreábamos, la sabíamos, y aún, quizás, la sabemos.


Lamento mucho no haber podido ir. Y felicito al organizador.


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