DOMUS DEI ET PORTA CAELI
Michael S. Rose, New Oxford Review, Septiembre de 2009
Michael S. Rose es editor asociado de la revista New Oxford Review y autor de seis libros, incluyendo Ugly As Sin, del cual se ha sacado este fragmento.
Uno de los principios básicos generalmente aceptados por los arquitectos, al menos durante un milenio, es que el entorno edilicio tiene la capacidad de afectar profundamente a la persona —la forma en que actúa, la manera en que siente y el modo en que ella es—. Los arquitectos eclesiásticos del pasado y del presente entienden que la atmósfera que genera el templo afecta no sólo el culto, sino también la fe. En última instancia, lo que creemos afecta la forma en que vivimos nuestras vidas. Es difícil separar la teología y la eclesiología del entorno de culto, sea una iglesia tradicional o una iglesia moderna. Si un templo católico no refleja la teología y eclesiología católica, si la construcción debilita y desprecia las leyes naturales de la arquitectura eclesiástica, los fieles arriesgan acepar una fe distinta al catolicismo.
La arquitectura no es aséptica.
Por eso es que el Código de Derecho Canónico explícitamente define al edificio iglesia como “un edificio sagrado destinado al culto divino” (canon 1214). El Catecismo de la Iglesia Católica reitera el punto y va más allá al establecer que las “iglesias visibles no son simples lugares de reunión, sino que significan y manifiestan a la Iglesia que vive en ese lugar, morada de Dios con los hombres reconciliados y unidos en Cristo” (n. 1180).
Ésta es una tarea formidable, sabemos, y el arquitecto actual naturalmente se pregunta cómo un simple edificio puede lograr algo así. Afortunadamente, no se encuentra solo en un peligroso vacío, sino que tiene a su alcance más de mil quinientos años de oficio sobre el que reflexionar.
Cuando uno se asoma a la gran herencia arquitectónica de la Iglesia, descubre que desde las primeras basílicas cristianas de Roma hasta las iglesias neogóticas de comienzos del siglo XX en América, las leyes naturales de la arquitectura eclesiástica se siguen fielmente para diseñar iglesias católicas que logran su objeto, edificios que sirven a Dios y al hombre como estructuras trascendentales, que transmiten verdades eternas a la generaciones futuras.
Consideremos, por ejemplo, Notre Dame de París, la joya de la corona parisina, quizá la más famosa de las grandes catedrales cristianas. De esta obra maestra arquitectónica han hablado con devoción incontables crónicas, poemas, novelas y obras artísticas. Considerando que, si lo pensamos, no es la más alta, ni la más grande, ni siquiera la más bella de las catedrales, no se explica fácilmente en el plano natural la universal atracción que ejerce Notre Dame.
Existe algo más.
Más aún, la familiaridad que podemos adquirir a la distancia por medio de guías de viaje, libros de texto, artículos de revistas, películas e, incluso, historietas no se deduce fácilmente del sentido sobrecogedor de bondad, belleza y verdad que el peregrino siente durante su primera experiencia personal en esta iglesia. Sus arbotantes, sus vitrales, su gran rosetón con sus formas que asemejan pétalos de una flor, sus portales ricamente tallados, las alturas impresionantes de sus columnas que florecen hacia sus arcos, sus muchas reliquias y relicarios, sus altares y la presencia de Jesús en su gran tabernáculo, todo obra en conjunto para elevar la mente del peregrino hacia las cosas celestiales.
En esta catedral, la fe está encarnada, del mismo modo que el catolicismo es una fe encarnada —“la Palabra se hizo carne”—. El reino de Dios se nos manifiesta, siglo tras siglo, por medio de este edificio eclesiástico, piedra sobre piedra, escultura tras escultura tallada en la roca, construida y cavada con manos humanas —un evangelio en piedra traído a la vida—.
Notre Dame es fácilmente reconocida como una de las formas de arte más noble, arquitectura del más alto rango, un edificio plantado como un “lugar sagrado” —un lugar sagrado que es, primero antes que nada, una casa de Dios, un lugar para su habitación terrenal, formado a la manera de las cosas celestiales—.
¿Pero que lo hace así?
Primero, Notre Dame es maciza y durable, pensada para resistir la violencia del hombre y la brutalidad de la naturaleza. Sirvió como testigo silencioso de la tumultuosa historia de Francia en los últimos más de ochocientos años en el corazón de su gran capital. Se yergue como sobreviviente de distintas épocas, testimoniando la permanencia del Evangelio y la sociedad cristiana, a pesar de la secularización de casi todo lo que hay a su alrededor. El edificio ha trascendido tanto al tiempo como a la cultura —un logro nada fácil—. Es una estructura permanente.
Segundo, lo celestial y lo eterno es evocado a través de las impresionantes alturas de los espacios interiores de la catedral, hechos posibles mediante muchos elementos del sistema estructural gótico (los arcos ojivales, los arbotantes y contrafuertes y las bóvedas de crucería, por ejemplo). De este modo, es una estructura vertical.
Tercero, la gran catedral es “traída a la vida” como un evangelio en piedra mediante sus muchas obras de arte sacro, cuyas bellas representaciones artesanales, tanto figurativas como simbólicas, que señalan mucho más allá de ellas mismas, hacia verdades religiosas. En otras palabras, Notre Dame presenta una arquitectura iconográfica. El peregrino casi puede escuchar al patriarca Jacob, luego de su sueño con los ángeles ascendiendo y descendiendo del cielo, anunciar: “¡Cuán digno de todo respeto es este lugar! ¡Es nada menos que la Casa de Dios! ¡Ésta es la puerta del Cielo!” (Gn. 28:17).
Las tres leyes naturales de la arquitectura religiosa
Las iglesias de cada siglo —grandes o pequeñas, en grandes ciudades, pequeños pueblos o ámbitos rurales— lograron lo que Notre Dame logró a través de la adhesión fiel a estas leyes naturales.
Sí, los resultados se manifiestan en los estilos individuales, productos de un tiempo y lugar particular, cada uno de los cuales la Iglesia admitió felizmente como parte de su tesoro de arquitectura sagrada. Aún así, cada uno sirve como casa de Dios que mira al pasado, sirve al presente e informa el futuro.
¿Cómo logran esto?
En cada caso, estos templos exitosos establecen firmemente un lugar sagrado para ser usado en el culto del Dios trino, tanto en la devoción privada como en la liturgia pública, y hacen de la presencia de Cristo algo firmemente conocido a su alrededor.
En cada caso, se conformaron a las tres leyes naturales de verticalidad, permanencia e iconografía, como ejemplificamos con la catedral de Notre Dame. Estas leyes naturales son tal vez obvias para muchos, sin embargo, para quienes desean entender cómo deben —y cómo no deben— construirse iglesias católicas, son los puntos más obvios por donde comenzar, en principio porque estas cualidades producen la atmósfera apropiada para el culto de Dios.
Sin las cualidades de verticalidad, permanencia e iconografía, Notre Dame no sería reconocida como un lugar sagrado; no la conoceríamos hoy. Si no adhiriese a las leyes naturales de la arquitectura eclesiástica, Notre Dame no existiría hoy de ninguna forma significativa. Faltando la verticalidad, la catedral no nos inspiraría las cosas del otro mundo; no hubiese servido efectivamente como el alma de la París medieval ni de la metrópolis actual; ni hubiese efectivamente hecho a Cristo y a su Iglesia presentes y activos en la capital francesa. Sin la permanencia, el edificio hubiese sido destruido por los bárbaros y los revolucionarios de otros siglos. Sin la iconografía, Notre Dame nunca hubiese atraído peregrinos hacia este evangelio de piedra.
Por lo tanto, consideremos más de cerca cada una de estas leyes naturales, que son indispensables para que una arquitectura eclesiástica católica cumpla su objeto.
Una iglesia católica debe tener permanencia
El templo, que representa la presencia de Cristo en un lugar particular, es también necesariamente una estructura permanente —“Cristo Jesús permanece hoy como ayer y por la eternidad” (Heb. 13:8)— concebida en la teoría y en la práctica “cimentada sobre roca”. Entonces, también, es la Iglesia Católica la que perdura y permanece, trascendiendo el espacio y el tiempo.
El canonista medieval y obispo Guillermo Durando (1220-1296) nos recuerda que la Iglesia está construida con toda dureza “sobre el cimiento de los apóstoles y los profetas, siendo Jesucristo mismo la piedra angular. Su cimiento está sobre la montaña santa” (Rationale Divinorum Officiorum, §27). La permanencia de nuestras estructuras eclesiásticas refleja estas cualidades de la Iglesia universal. Y así como la verticalidad señala a lo celestial y eterno, del mismo modo lo hace el principio básico de permanencia. Es otro modo en que el arquitecto crea una atmósfera de trascendencia.
El arquitecto decimonónico Eugène Emmanuel Viollet-le-Duc escribió acerca de Notre Dame que “todo aquél que entiende sobre construcciones se sorprende cuando ve las innumerables precauciones a las que se echó mano en su construcción —cómo la prudencia del constructor práctico se combina con el atrevimiento del artista lleno de poder e imaginación inventiva—” (Dictionnaire raisonné de l’architecture française, 1854). Viollet-le-Duc se refiere a la permanencia de lo que ha venido en ser conocido como sistema estructural gótico, un ingenioso método de construcción que tiende tanto a la verticalidad —impresionantes alturas logradas gracias al genial sistema de arbotantes— y la permanencia.
Las iglesias góticas construidas en Europa durante los siglos medievales no pueden ser acusadas de ser estructuras baratas y fugaces destinadas a la corrupción. Las estructuras como Notre Dame fueron concebidas como templos sólidos y durables, recordatorios perpetuos de la presencia activa de Cristo en el mundo. Lo mismo puede decirse de la mayoría de las iglesias construidas en los estilos cristiano primitivo, románico, bizantino, renacentista, barroco y neoclásico.
Existen muchas formas en que una iglesia puede asentar su permanencia. Primero, la más obvia, es por su durabilidad. La iglesia, un edificio que servirá generación tras generación, trascendiendo el tiempo y la cultura, debe ser construida en materiales durables. En forma típica, se utiliza algún método de construcción en piedra, empleando los materiales más finos disponibles.
En relación con la durabilidad está lo macizo: la iglesia debe ser una maza significativa, construida con cimientos sólidos, paredes gruesas y que permita espacios interiores generosos. La característica de ser macizas es otro aspecto del lenguaje arquitectónico de las iglesias. Es integral tanto verticalmente (los volúmenes macizos crean hacia arriba verticalidad) e iconográficamente (una iglesia maciza la ayuda a transmitir un significado icónico).
Tercero está la continuidad. Desde hace dos mil años, aquellas iglesias cuyo diseño crece en forma orgánica se identifican con la vida de la Iglesia a través de estos dos milenios, y por su continuidad en la historia y la tradición de la arquitectura eclesiástica católica, manifiestan de otra forma su permanencia en la fe.
En otras palabras, para demostrar este aspecto de la permanencia enraizada en la continuidad, el lenguaje arquitectónico de las iglesias debe desarrollarse orgánicamente a través del tiempo, del mismo modo que el lenguaje de las iglesias renacentistas se permutó en el lenguaje barroco, o cuando las formas góticas emergieron del lenguaje románico. En ambos casos, el crecimiento del lenguaje fue orgánico. El estilo puede haber cambiado, como cuando el arco semicircular dio paso al arco ojival. Pero no hubo quiebre repentino con la tradición, menos aún hubo rechazo de las iglesias de los siglos anteriores (los arcos eran tanto parte del lenguaje del gótico como del románico). Los arquitectos construían con lo que sabían del pasado, refinando ciertos aspectos del lenguaje y desarrollando otros.
Los arquitectos de las generaciones futuras necesitan comprender el lenguaje de la arquitectura eclesiástica para construir edificios sagrados permanentes para sus propios tiempos y para los siglos futuros. Ningún arquitecto eclesiástico que quiera cumplir bien su objeto debe ignorar —o pretender ignorar— el patrimonio histórico de la Iglesia. La continuidad exige que, para cumplir con su objeto, el diseño de una iglesia no pueda surgir de los caprichos de un hombre o la moda del día. Una iglesia católica auténtica es una obra de arte que reconoce la grandeza previa del patrimonio arquitectónico de la Iglesia: se refiere al pasado, sirve al presente e informa el futuro.
Una iglesia católica debe tener verticalidad
A diferencia de la mayoría de los edificios profanos, la iglesia para cumplir con su objeto debe estar construida de modo que el elemento vertical domine por sobre el horizontal. La altura inmensa de sus espacios nos habla de elevarnos hacia el Cielo, de la trascendencia —de traer la Jerusalén celeste hacia nosotros por medio del templo—. No es coincidencia que el texto litúrgico para la dedicación de una iglesia haya sido tomado de la visión de Juan de la Jerusalén celeste: “Y vi a la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia que se adorna para recibir a su esposo. Y oí una voz que clamaba desde el trono: «Esta es la morada de Dios con los hombres…” (Ap 21:2-3).
De acuerdo con las palabras de Juan, los espacios interiores de una iglesia deben caracterizarse por el sentido dramático de la altura —en una palabra, verticalidad—. Es un hecho de la experiencia humana que la verticalidad, la acumulación de volúmenes hacia arriba, mejor que nada genera una atmósfera de trascendencia y, al mismo tiempo, permite al hombre crear un edificio que expresa el sentido de lo espiritual y lo celestial. Es esta trascendencia que hace posible la arquitectura sagrada.
Los elementos arquitectónicos del edificio —tales como las ventanas, las columnas, los muros y el arte sagrado— deben reforzar su aspiración celestial. Del mismo modo y más aún, la articulación del cielorraso debe generar el sentido de acercarse a la Jerusalén celestial a través del uso de mosaicos, murales y artesonado, así como incorporando un juego misterioso de la luz natural en la nave de la iglesia.
Consideremos también que los primeros cristianos, antes de la era constantiniana, solemnizaban el Santo Sacrificio de la Misa en lugares ordinarios —probablemente en hogares y algunas veces en las catacumbas— que no tenían formas de enfatizar la verticalidad. Por eso, una vez que Constantino legalizó el culto público cristiano, los cristianos rápidamente adoptaron la forma de la basílica, en donde los espacios eran enfáticamente verticales y conspicuos. No sólo los amplios espacios de estas estructuras permitían simbolizar el elevarse hacia Dios y hacia las cosas celestiales, sino que también representaba la nobleza real, puesto que la basílica era la “casa del rey” en Roma, adaptada correctamente como la Casa del Rey de Reyes.
Es difícil visualizar el tipo de espacios que se crearían si los cielorrasos en iglesias tan grandes como Notre Dame, la basílica de San Pedro o la Hagia Sophia de Constantinopla fuesen bajados a, digamos, 10 pies —o, incluso, a 30 pies—. A pesar de la iconografía y permanencia ejemplar de estas estructuras, quedaría drásticamente cortos —literalmente— como lugares sagrados, como casas de Dios, si las proporciones de sus edificios fuesen reducidos para reflejar un énfasis en lo horizontal más que en lo vertical.
Esta necesidad de enfatizar el alzarse hacia los cielos fue principalmente lo que inspiró a los constructores góticos para desarrollar un sistema estructural que permitiese espacios mucho más amplios. El arquitecto gótico sabía que sin la verticalidad enfatizada, la iglesia es esterilizada, su razón de ser subvertida.
Una iglesia católica debe ser iconografía
El tercer principio requerido es el de la iconografía, que se refiere específicamente al valor como “signo” del edificio.
Primero, la estructura misma debe ser un ícono. Esto se logra principalmente a través de su forma y su relación con el entorno que la rodea, sea urbano o rural. Por ejemplo, el templo no debe quedar oculto sino integrado en el vecindario y el paisaje de modo que su ubicación nos recuerde la importancia y propósito del edificio.
Segundo, el templo digno presenta una iconografía que señala más allá de él mismo. Tomás de Aquino se dio cuenta que la mente del hombre se eleva a la contemplación a través de los objetos materiales. San Ignacio de Loyola, en sus Ejercicios Espirituales (1548), del mismo modo subrayaba la importancia de visualizar el objeto de la meditación: la pintura, la escultura y la arquitectura deben trabajar juntas para producir un efecto unificado.
De este modo, es aquí donde estas obras de arte entran al juego, donde estos objetos materiales tienen efectividad para este fin, al apoyarse sobre el campo del simbolismo religioso. La belleza arquitectónica debe reflejar la creación de Dios —particularmente el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios—. Debe generar un entorno que eleve el alma del hombre desde las cosas seculares hacia la armonía de las celestiales.
El arquitecto Ralph Adams Cram escribió hace más de cien años en su libro Church Building, “el arte ha sido, es y será siempre, la más grande agencia para la impresión espiritual que la Iglesia puede tener”. Es por esta razón, agrega, que el arte es en su manifestación más elevada la expresión de verdades religiosas. Es a través del arte que los cristianos han desarrollado el simbolismo ingenioso que eleva nuestras facultades espirituales hacia Dios.
La tradición iconográfica y simbólica de la cultura católica es amplia y rica. El significado viene dado por cuatro elementos formales, desde las formas geométricas básicas hasta la imaginería figurativa, hasta la representación literal de personas y escenas, como en la escultura o la pintura. Los significados logrados a través de los programas iconográficos de una iglesia son típicamente los de las verdades religiosas o los eventos históricos de significancia religiosa. Son siempre expresiones de la fe católica.
Por ejemplo, los maestros de la contrarreforma católica—inspirados en clérigos como San Ignacio y San Carlos Borromeo—expresaron la fe católica en el mismo nacimiento de su arte mediante altares mayores y sagrarios elaborados, nichos especiales y oratorios laterales dedicados a la Virgen María y a los santos, púlpitos prominentes para la predicación, y la abundancia de arte en los vidrios, esculturas, mosaicos y pinturas, pensadas para enseñar las verdades necesarias para la salvación. La atmósfera generada sobre este modelo es una de misterio religioso donde podemos experimentar un poco del gozo celestial de la Nueva Jerusalén, donde podemos encontrarnos con Cristo de una forma única.
Estas iglesias iconográficas, estos íconos, cuentan la historia de Cristo y su Iglesia. Enseñan, catequizan e ilustran las vidas de las almas santas de la Iglesia. Manifiestan verdades eternas y trascendentes.
Si miramos a Notre Dame una vez más, fácilmente comprendemos cómo un peregrino puede pasar días —incluso, semanas— meditando los misterios que están “encarnados” en la arquitectura de los programas esculturales de la catedral. Un estudioso de la Iglesia puede pasar meses y años reflejando la ingenuidad y la belleza de las verdades católicas reveladas en el arte y la arquitectura de este evangelio de piedra. Los seglares ordinarios también se ven atraídos a la iglesia, a la casa de Dios, atraídos por la iconografía de este edificio medieval, que aún nos habla con claridad hoy en día, más que hace ochocientos años cuando fue construida.
Esto sólo es posible porque la arquitectura tiene la capacidad de dar sentido. Un templo es un “portador de sentido” con la más grande de las responsabilidades simbólicas: debe portar el significado de las verdades eternas que se transmiten a través de su forma material, sus adornos arquitectónicos y sus obras de arte sacro. Estos elementos —de hecho todo el edificio eclesiástico— debe generar un sentimiento de otro mundo que inspira al hombre a adorar a Dios, a humillarse frente a su Creador, a tomar parte de los misterios sagrados y enfocarse en lo eterno. La iconografía es otra forma —tal vez, la forma más directa y eficaz— de lograr una arquitectura trascendente.
Estas tres leyes naturales de la arquitectura eclesiástica—verticalidad, permanencia e iconografía—trascienden las distintas épocas del cristianismo; son cualidades presentes en todas las grandes iglesias verdaderas de la Cristiandad. Son el fundamento, como si dijéramos, sobre el que los buenos arquitectos construyen iglesias que logran convertirse en su propio tiempo y para todas las generaciones en puertas del Cielo y en casas dignas de Dios. †