James V. Schall, S.J.
First Things Journal, 17 de septiembre de 2009
“El Paraíso Perdido es uno de esos libros que el lector admira y deja apoyado, y olvida retomar. Nadie nunca lo deseo tan largo como es. Su lectura es una obligación más que un placer. Leemos a Milton para instruirnos, retirándonos apesadumbrados y sobrecargados, y buscamos en otros lados para recrearnos; abandonamos a nuestro maestro, y buscamos compañeros.”
—Samuel Johnson, “Milton”, en Prefaces to the Works of the English Poets, 1779.
“¿Cuál es el punto de incontables libros y bibliotecas cuyos catálogos sus propietarios no pueden ojearse en una vida? El estudiante es cargado, no instruido, por el peso; es mejor dedicarse uno a unos pocos autores que recorrer muchos.”
—Seneca, “Tranquillitas”, †65 A.D.
I.
Se han abierto dos nuevos y elegantes edificios universitarios que recientemente visité. Los llaman “centros de información” en los letreros de las paredes exteriores. Esos edificios alguna vez fueron llamados bibliotecas. El cambio en las palabras no carece de significado. Las bibliotecas no se limitaban a estar llenas de “información”. La información no es pensamiento, mucho menos, verdad. Demasiada información es en realidad caos a menos que una mente la ordene.
Estuve en la biblioteca universitaria aquí a finales del verano. Aunque fue una estación tranquila, me chocó el hecho de qué pocos alumnos estaban allí leyendo. Aquéllos que estaban allí, como durante períodos más ocupados, parecían en su mayoría estar usando material “on line” que traían con ellos a la biblioteca en sus propias computadoras. Algunos libros aún se veían pero parecían ser principalmente auxiliares útiles para algo más. En algún lugar escuché recientemente que las bibliotecas de libros pronto van a dejar lugar a los “centros de información”. Que los libros reales serán conservados para referencia en algún depósito o que todos los libros serán recogidos en algún centro como la Librería del Congreso como referencia o para investigación de los historiadores. La sociedad “sin papeles” e “inalámbrica” ha vencido, aunque parece seguir produciendo toneladas de papel y cables en el proceso.
Alguien podría sugerir que este cambio del libro a la máquina es un progreso, o tal vez, un regreso. Después de todo, los libros, en la forma de páginas unidas con amplia distribución, son una invención relativamente reciente. Aquéllos que estudian la Biblia (el Libro) y el folclore nos dicen que estos “libros” existieron primero como experiencia y memoria, como narraciones orales, transmitidos en forma oral y como canciones. Los libros escritos y publicados son algo moderno. Ahora tenemos tantos tipos de libros, fuentes y aparatos “on line” que podemos prácticamente llevar con nosotros toda una biblioteca en nuestro bolsillo.
Cualquiera que haya transportado libros pronto se da cuenta de lo pesado que son. Un amigo recientemente me regaló dos lindos volúmenes de tapa dura de las Quaestiones Disputatae, de Potentia Dei de Santo Tomás. Pesan poco menos de dos kilos. Los cimientos de los edificios que conservan miles y miles de libros han debido ser reforzadas. ¿Por qué malgastar papel? ¡Pongamos todo “on line”! En realidad, desde hace poco, mucho de lo escrito ya está “on line”. Excepto por los viejos tomos, no adquirimos primero un libro escrito y los ponemos “on line”. Sino que está escrito “on line” y luego lo imprimimos. Con frecuencia podemos leerlo “on line”, o en su forma impresa, o, incluso, escucharlo en un disco o cinta. La mayoría de los libros famosos de cualquier tipo están actualmente “on line” en algún lugar en diversos idiomas. Lo que contienen los libros de hecho, como nuestros propios pensamientos, se ha hecho sin peso.
Escribiendo una crítica en 1987 de los programas de “Grandes Libros”, Frederick Wilhelmsen concluía: “Ya no vivimos en una cultura dominada por los libros; tratar a nuestros estudiantes como si así fuera, es violar su misma estructura psíquica. Actualmente nos adentramos en una nueva forma de Edad Media (o comunicación oral), pero la gente de los Grandes Libros aún se comportan distraídamente como si vivieran en los siglos XVIII ó XIX.” [1] El punto de Wilhelmsen era que la filosofía no existe en los libros sino en la conversación. Debe estar en nuestras almas y ser hablada y comprendida entre sujetos. El mismo Platón, en su Séptima Epístola, se preocupaba de la falta de transitoriedad en las palabras escritas, acerca de la imposibilidad de ser sujetadas a lo que pretendían significar. Los largos debates acerca de la posibilidad de traducir correctamente un libro a otro idioma reflejan esta preocupación.
II.
Concediendo todas estas advertencias, aún pertenezco al círculo de aquéllos que aman los libros. Pienso que, si bien en algún caso pueden ser “reemplazados” por sus versiones “on line”, aún es mejor tenerlos a mano. No puedo no coincidir con Séneca acerca de los catálogos de libros que nunca llegaremos a leer en nuestras vidas. “Es mejor dedicarse uno a unos pocos autores que recorrer muchos.”
Esta idea, por supuesto, significa que algunos libros valen más la pena que otros, sin negar que uno puede probablemente aprender algo de cualquier libro. Cualquier que no haya leído al menos un libro que no mueva su alma, probablemente no tiene alma. Sin embargo, sé que los iletrados tienen almas y con frecuencia experimentan en ellos mismos los argumentos de cualquier palabra escrita.
Recientemente un hombre de nuestra comunidad murió. Era un buen académico. Había recopilado una biblioteca impresionante con el transcurso de los años. Tenía todos tipos de libros. Luego de su muerte, sus libros se ofrecieron a varias bibliotecas universitarias en caso de que los necesitaran o no los tuvieran. Luego de esta oferta, nos los regalaron a cualquiera de nosotros que quisiera alguno de ellos. Las librerías personales llegan a su fin con las vidas de aquéllos que las reúnen en primer lugar. Los libros, o la falta de algunos, en nuestros estantes al momento de la muerte probablemente revelan tanto del hombre como cualquier otra cosa, excepto quizá sus cartas (¿o e-mails?).
Yo mismo estoy en una etapa de mi vida donde mi principal objetivo es deshacerme de libros, de los cuales tengo demasiados, más que conseguir alguno más. Si uno no tiene cuidado, se convierte más en un catalogador de biblioteca, como implica Séneca, que en un lector de libros, que es donde realmente está lo bueno. Cuando fui a ver los libros restantes de mi colega, me dije severamente, “no compraré más libros”.
Sin embargo, momentáneamente, sí debilité mi resolución. Seleccioné una edición en tapa blanda de los poemas de Robert Frost. Un amigo había estado citando poemas de Frost para mí desconocidos, y no tenía una copia. También encontré un pequeño libro de poemas de William Blake, y una copia de El Fin de los Tiempos de Josef Pieper; pues aunque estoy seguro que ya lo leí, no podía tolerar el pensamiento de dejar que un libro tan bueno quedara allí.
Al contrario de Séneca, pienso que es una buena idea que un joven acumule libros. Me gusta estar rodeado de libros. Recomiendo a mis estudiantes cazar en librerías de usados, gozar con lo que allí encuentren. Deben ejercitar lo que Chesterton llamó el “romance del ahorro” viendo qué buenas cosas pueden comprar por menos dinero que lo que gastarían en ir a un concierto de rock. Me gusta tener algo sobre los más variados temas. Nuestras mentes fueron creadas para la totalidad. También uno debe tener cuidado de no convertirse en bibliotecario de uno mismo, que es lo que preocupaba a Séneca. Hay una diferencia entre un coleccionista de libros, a quien debemos el cuidado de buenos libros de los que nadie sabe, y un lector de libros. Por supuesto, no hay nada malo en ser al mismo tiempo un coleccionista y un lector de lo que uno colecciona. Los libros son un signo de que sabemos de la existencia de más que nosotros mismos.
La principal tarea de un joven es leer algo por primera vez. Llegó una vez un tiempo en mi vida en que comencé a releer libros que ya había leído, más que leer nuevos. El último libro puede ser bueno, pero con frecuencia no son los mejores, incluso cuando uno mismo lo escribe, aunque uno difícilmente lo admita. C. S. Lewis señala, en Una Experiencia en la Crítica, que, a medida que nos hacemos mayores y hemos enseñado tanto, comenzamos a darnos cuenta que tal vez leímos el mismo libro veinte o treinta o cuarenta veces en nuestra vida. Encontramos, al hacerlo, que estamos siempre aprendiendo algo que no vimos antes. En la lectura trigésimo séptima de Aristóteles, Cicerón o el Evangelio de Juan, encontramos que lo que pasamos por alto en las anteriores treinta y seis lecturas. Sin embargo, en las anteriores treinta y seis lecturas, aprendimos algo que tampoco habíamos vistos en las lecturas anteriores.
Cuando este aprender algo nuevo tras treinta y siete veces ocurre, sabemos que, sí, éste es un “gran” libro. Alguna vez dudé acerca de este refresco continuo y fui escéptico, pero ya no. Recientemente releí Jayber Crow de Wendell Berry. Era un libro incredible cuando lo leí por primera vez, pero más aún la segunda. Por eso, me gusta decir a mis estudiantes, “tanto ustedes como sus libros existen en el tiempo. Uno de los gozos de la vida es finalmente entender lo que no pudimos ver las primeras diez veces que miramos algo, o, de hecho, alguien”. Cuando este comenzar a ver ocurre, buscamos, como dijo Johnson, compañeros para contarles acerca de ello.
III.
Ahora bien, no tengo nada contra El Paraíso Perdido de Milton. Conozco gente que jura por él. La pérdida del Paraíso es un tema sobre el que uno nunca puede meditar lo suficiente. Si no conocemos el relato de la Caída en el Génesis, difícilmente nos entenderemos o comprenderemos para qué estamos en esta vida. Samuel Johnson, aquel gran hombre, no se entusiasmaba particularmente por el famoso libro de Milton. Me gusta la idea de Johnson de que debemos “leer” una obra más por placer que por “obligación”. Los “Grandes Libros” con frecuencia son seguidos como una “obligación”. La currícula universitaria está armada como si ésa fuera la principal preocupación del estudiante.
“Obligación” no es una mala palabra, es frecuentemente mejor que la palabra “derecho”. ¿Qué significa el “derecho” a un gran libro a menos que sea algo que primero nos haga gozar? Pero pienso que las mejores cosas existen más allá de las obligaciones y derechos. Están en la categoría de los dones. Estas cosas buenas son lo que Aristóteles llamó cosas buenas “por sí mismas”. Los libros son aún esas cosas que con toda probabilidad nos darán aquellas cosas que son buenas “por sí mismas” y de ahí acerca de cómo debemos vivir y qué debemos alabar.
William Faulkner en su carta de noviembre de 1953 desde Nueva York dirigida a Joan Williams se preocupa del hecho de que para lograr algo, debemos en realidad actuar u obrar, para usar la terminología de Aristóteles. “Esta gente que te gusta y entre la que vives”, Faulkner la amonesta, “no quiere la responsabilidad de crear. A eso es a lo que me refiero con escolares: son como la gente que aún está en la escuela, parásitos irresponsables, que ahora ni siquiera deben aprobar los cursos para permanecer allí. Atraviesan las mociones del arte – hablando sobre lo que van a hacer mientras beben, incluso desfigurando el papel o el lienzo cuando creen necesario para escapar de la responsabilidad de vivir.” [2]
Éstas son grandes frases, “la responsabilidad de crear” y “la responsabilidad de vivir”. Sin embargo, creo, no son tan grandes como la distinción de Johnson entre obligación y placer. Me encuentro, confieso, aún más absorto con la “falta de seriedad en los asuntos humanos” y la razón para ello en Platón. Existen asuntos que nos mayores que humanos y somos creados para estos últimos. Pero vivimos nuestras vidas pasajeras en el mundo de modo como si finalmente pudiéramos observarlas.
IV.
Este ensayo se titula “Bibliotecas sin lectores”. El origen de las salas de lectura en las bibliotecas estuvo en el hecho de que los libros eran tan caros, raros y frágiles que no podían abandonar la biblioteca donde estaban bajo protección. Mucha gente por eso leía el mismo libro en el mismo lugar. Hoy nosotros, la mayoría de la gente, tenemos nuestras propias copias del mismo libro. Ya no todos leemos el mismo libro físicamente en la misma sala de lectura. Deberíamos decir que esta abundancia de libros es una circunstancia feliz. Podemos leer casi en cualquier lado a cualquier hora del día o de la noche. La pregunta no es “¿tenemos el libro?”, sino “¿tenemos el tiempo y el incentivo para leerlo?”
Hay dos libros que me han sido siempre útiles para profundizar en estos puntos. Ellos son: La Educación de un Vagabundo de Louis L’Amour, que me regaló un amigo una vez, un libro del que nunca había escuchado. L’Amour, el famoso novelista, que comencé a leer después de ese regalo, hacía una lista de los libros que había leído ese año. La lista no es una mala idea. Probaba la educación real de L’Amour. Explicaba cómo uno podía encontrar tiempo para leer con una vida agitada, cómo es una buena idea tener con nosotros un libro todo el tiempo. No debemos volvernos aburridos sin tiempo para los demás, pero hay un gozo en el leer, como dijo Johnson. Además, necesitamos algo de qué hablar.
El Segundo libro es La Vida Intelectual de A. D. Sertillanges. Este libro fue escrito en francés en la década de 1920. Explica cómo cualquiera puede dedicar su vida a pensar y leer incluso ocupado y preocupado, como Marta, “con muchas cosas”. Sertillanges habla de tomar notas, levantarse temprano y ser disciplinado. De hecho, nos libera para conocernos no sólo a nosotros mismos sino aquello que es usualmente más excitante – literalmente, conocer lo que no somos nosotros mismos. Queremos lo que no está en nosotros para convertirnos en nosotros. Es por esto que tenemos mentes. Puesto de otra forma, lo que se nos niega por nuestra finitud física se nos devuelve en nuestro pensamiento, si nos tomamos la preocupación de reflexionar acerca de lo que las cosas que son.
No creo que haya ningún aspecto “arduo” en la lectura. Es como cualquier hábito; lleva esfuerzo aprenderlo tan bien al punto de no darnos cuenta que lo tenemos. Y por supuesto, el propósito de la vida no es simplemente leer un montón de libros. Ni siquiera es leer un montón de buenos libros o grandes libros. Pero las posibilidades de que sepamos de qué se trata todo sin la ayuda ni la inspiración de los libros que leemos son mínimas. Y aquí estoy hablando de leer, y no de cantar o bailar y otras cosas como la contemplación que Platón dice es aquello para lo cual realmente fuimos creados.
V.
Finalmente, a medida que lo pienso, dudo si la mayoría de nuestras mejores lecturas lo fueron en bibliotecas, aunque algunas lo fueron. Pensamos en Karl Marx leyendo en el Museo Británico. Leemos libros porque buscamos saber la verdad de las cosas. Después de un tiempo, sospechamos que las “verdades” simples que encontramos en los libros que leemos deberían estar todas juntas, que nuestra lectura no es algo arduo sino una aventura.
Jayber Crow, nos dice Wendell Berry, era el barbero filósofo del pueblo y un lector de libros. También escuchaba música. Como joven se enroló en la Universidad de Kentucky. “Leí en los libros de texto que nos asignaban, y también iba a la biblioteca y buscaba los libros de los que los profesores hablaban o recomendaban, y los leía. O leía acerca de ellos – algunos eran aburridos.” Un pasaje así siempre me recuerda de la afirmación de Chesterton de que no hay algo así como una materia aburrida, sino una persona que aburre.
Pero me solidarizo con Jayber. “Leía en mi habitación por la noche, cuando no estaba por ahí vagando. Y algunas noches iba a la biblioteca y leía allí”, nos dice, con una familiaridad que nos hace darnos cuenta que Wendell Berry enseñó en la Universidad de Kentucky. “La biblioteca tenía cuartos hermosos alineados con libros, y mesas para leer y escribir. Y había un amoroso cuarte llamado la Sala de Mirada, con estanterías de libros y libros, y varios ventanales altos por donde se veían los árboles, y sillas cómodas con lámparas de lectura, y sofás. Era por lejos el mejor, el cuarto más confortable que he visto en mi vida, y amaba sentarme en él.” Parece que podemos verlo. Parece extraño, incluso blasfemo, sin embargo, que esta elegante sala de la biblioteca fuese llamada Sala de “Mirada” y no de “Lectura”, como si, en ella, nos limitáramos a observar sin profundizar.
También me solidarizo con Samuel Johnson. Nos parece bien que algunos libros no sean más largos de lo que son, pero uno se pregunta si uno quiere que terminen libros como El Señor de los Anillos o Los Hermanos Karamazov. Lo mismo puede decirse de Dickens, aunque recientemente leí Un Puñado de Polvo de Evelyn Waugh. La novela termina, en un puesto del Amazonas, con el héroe obligado a leer todo Dickens en voz alta, una y otra vez. Esta lectura se convierte en nada menos que la imagen del infierno. Los finales, como la vida, son acerca de lo que se trata todo.
Y finalmente, Séneca. Es mejor “dedicarse uno a unos pocos autores que recorrer muchos”. Existir no es leer sino vivir. Sin embargo, la misma palabra está orientada a la “palabra”. No sólo necesita existir sino existir para ser pronunciada en la existencia de nuestras mentes activas.
Concluyendo, la respuesta de Tomás de Aquino a la décimo séptima objeción de la tercera cuestión, sobre la Creación, en el Potentia Dei, dice: “Universum quod est a Deo productum, est optimum respectu eorum quae sunt, non tamen respectu eorum quae Deus facere potest.“ ¿Por qué terminar un ensayo intitulado “Bibliotecas sin lectores” con una cita en latín que significa, burdamente, “el universo que es producido por Dios es el mejor respecto a las cosas que existen realmente, pero sin embargo no respecto a aquellas cosas que Dios puede crear”? Es porque existen probablemente cosas que conocer incluso cuando sabemos que todas las cosas en nuestro mundo se nos han dado para conocerlas.
Notemos bien, leí este pasaje en un libro. No se me ocurrió a mí, pero lo entendí cuando lo leí. Sugiere que todos los libros del mundo pueden no ser suficientes para que nosotros sepamos lo que vale la pena saber. Creo que el último versículo del Evangelio de Juan dice casi lo mismo. Tal vez, darnos cuenta de esto, también, es la razón por la cual tenemos bibliotecas.
Notas
[1] Frederick Wilhelmsen, “Great Books: Enemies of Wisdom?” Modern Age, Summer/Fall, 1987, 331.
[2] Selected Letters of William Faulkner edited by Joseph Blotner (New York: Vintage, 1978), 357.