La alegría del católico es decir ahora y en la hora de nuestra muerte – Amén. Cuando a la hora de su muerte, Santa Catalina gritó “¡Sangre! ¡Sangre!” podemos decir que experimentó gozo en la unión perfecta en el amor con Nuestro Señor, pero aterrorizó a todos los que estaban en la misma habitación y, ciertamente, no fue lo que cualquiera quiere decir ordinariamente cuando habla de felicidad.
María sosteniendo a su Hijo muerto en brazos para besar sus heridas como tantos labios rojos – ¿fue realmente como en la estatua fría y hermosa de Miguel Ángel? Me pregunto, ¿podríamos mirarla si elevase la mirada hacia nosotros con sus ojos rojos y quemados con las lágrimas?
En Navidad la pequeña niña grita, “Miren la muñeca bajo el árbol, ¡mis plegarias se escucharon!” Y tú dices, “Sí, querida, Dios es bueno; Él siempre escucha las plegarias.” Mientras que, hacia dentro, en silencio, te preguntas – “¿Y las mías? Él no ha respondido mis plegarias.” ¿No es cierto? ¿Al menos si has alcanzado cierta edad? Y algunos la alcanzan cuando cronológicamente son aún bastante jóvenes. Pero cuando sea, en cierta edad espiritual, interiormente hay pena, tristeza, pérdida, una ansiedad, y uno se ve turbado por toda esta Navidad feliz con gritos de Paz y Alegría, porque no hay ninguna paz ni alegría para ti. Un día dices en silencio, “Señor, mis plegarias no han sido respondidas. Intenté hacer lo que dice Santa Teresa. Miré y Te miré, y no me devolviste la mirada. Nadie entiende, ni siquiera Tú. Estoy solo.” Y Él dice, “¿Solo?” Y tú dices, “Sí, solo.” Él dice, “¿Abandonado por todos?” – “Sí.” Y Él responde, “Ahora tus oraciones comienzan a ser respondidas por primara vez. Haz comenzado a ser como Yo, quien gritó desde la Cruz la amargas palabras hebreas que, si escuchas en silencio, podrás escucharme gritar en cada Misa: Eli, eli, lama sabachtháni – Dios mío, Dios mío, ¿por qué me haz abandonado?”
En el Santo Sacrificio de la Misa, es Cristo mismo quien habla las palabras de la consagración mediante el suicidio voluntario de la personalidad del sacerdote; el sacerdote se convierte en la “persona”, el instrumento a través del cual se pronuncia un sonido; y Cristo, no el sacerdote, dice Hoc est Corpus Meum. Y el Cuerpo es elevado en silencio; la campana es la interrupción del silencio; en un mundo ruidoso se necesita un sonido fuerte dentro de cuyos círculos concéntricos el ruido se vacía. Y entonces Él dice, Hic est Calix Sanguinis Mei. En el Jardín de Getsemaní, Él rezó: “Si es posible, aparta de Mí este cáliz.” Y ahora dice, “Éste es el Cáliz de Mi Sangre.” Como sabemos, es en la segunda parte del doble acto de la Consagración que la Sangre de Cristo se hace presente sobre el altar, separada de Su Cuerpo, lo que es la renovación del derramamiento de Su Sangre en la Crucifixión. La sangre se muestra bajo la apariencia del vino, y la campana solemne lo proclama a un mundo que rara vez escucha. Éste es el Misterio de la Fe.
John Senior, La Resurrección de la Cultura Cristiana.