lunes, 5 de octubre de 2009

Los laicos sometidos a los caprichos de los clérigos


… En el momento en que se perdió todo sentido de autoridad, hemos visto renacer una especie de neo-clericalismo, tanto de los laicos como de los clérigos, más limitado, más intolerante, más entrometido de lo que jamás hemos visto.

Un ejemplo típico es el de la liturgia latina. El Concilio ha mantenido, dentro de términos explícitos, el principio de conservar esta lengua tradicional en la liturgia occidental, al mismo tiempo abriendo la puerta a las más amplias exenciones siempre que necesidades pastorales impusieran su uso, más o menos extendido, de la lengua vulgar. Pero los mismos clérigos que, hasta ese momento, no podían ni pensar en darle siquiera lugar para la proclamación de la Palabra de Dios, inmediatamente saltaron de un extremo a otro y ya no quieren que se diga ni una palabra de latín en la iglesia. “La palabra pertenece hoy a los laicos”, parece, pero sobre este punto como sobre todos los otros, a condición por supuesto de que ellos repitan dócilmente lo que se les dice. Si ellos protestan y quieren, por ejemplo, conservar en latín al menos los cantos del ordinario de la Misa, con los que están familiarizados, se les replica que su protesta carece de valor; ellos no han sido “educados”, no se tiene que tener en cuenta lo que ellos dicen. Esto es más curioso cuando ellos reclaman precisamente lo que el Concilio había recomendado. Pero el Concilio tiene una buena espalda: tres de cada cuatro veces, cuando se menciona su nombre, no se apela a sus decisiones y exhortaciones, sino a cierta declaración episcopal individual, que la asamblea no ratificó de ninguna manera, cuando no es más que a cierto teólogo o cierto notario sin mandato que habría querido ser canonizado por el Concilio, incluso como cierto “desarrollo” supuesto del Concilio, aunque cada desarrollo en cuestión haya sido objetado palabra por palabra.

Lo que es verdad del latín lo es de toda la liturgia, y esto es tanto más grave en el momento preciso en que el Concilio venía de proclamar su centralidad en la vida y la actividad entera de la Iglesia. Se destacó a las iglesias tradicionales, y a la Iglesia católica en primer lugar, por su liturgia objetiva, sustraída de las manipulaciones abusivas del clero, salvaguardando la libertad espiritual de los fieles ante la subjetividad fácilmente intrusiva y opresiva de los clérigos. Pero de ello, no subsiste nada. Los católicos contemporáneos no tienen más derecho que el de tener la religión de su cura, junto con todas sus idiosincrasias, sus limitaciones, sus tics y sus futilidades.

La princesa palatina describía a Luis XIV el protestantismo alemán con esta fórmula: “Aquí, cada uno se hace su propia pequeña religión.” Cada sacerdote, o casi, está ahora en eso, y los fieles no tienen más que decir “amén”, incluso cuando la religión bendita del sacerdote o del vicario cambia cada domingo de acuerdo con sus lecturas, las bobadas que vio hacer a otros, o su pura fantasía.

Louis Bouyer, La décomposition du catholicisme (Paris: 1968).


 

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