En un pasaje de las Enarraciones sobre los salmos, dice san Agustín:
“Existe una cierta ciudad que es llamada Babilonia. Aquella ciudad es la sociedad de todos los hombres perdidos desde el Oriente hasta el Occidente. Ésta tiene el reino terreno y, según esta ciudad, podemos hablar de cierta república que ahora veis envejecer y morir (se refiere al Imperio Romano). Esta ciudad terrena fue nuestra primera madre, en ella nacimos. Pero hemos conocido a otro Padre, a Dios, y hemos abandonado el diablo; por tanto, siendo ciudadanos de la ciudad terrena, éramos hijos de Satanás. Pues, ¿cuándo se atreverá a acercarse a aquéllos que han sido acogidos por el que supera todas las cosas? (se refiere a que el demonio no se atreverá con nosotros). Hemos conocido a otra madre—la Jerusalén celeste—que es la Santa Iglesia, cuya población peregrina en la tierra, y hemos abandonado a Babilonia.” [San Agustín, Enarrationes in psalmos, 2ª Enarración sobre el Salmo 26.]
Este texto, clásico en la manera de entender la palabra Babilonia, es un caso típico de acomodación moral, muy legítimo, fundado en el sentido del Apocalipsis, de los profetas y en general de todos los libros bíblicos. Sin embargo tenemos que preguntarnos si este sentido es previo o presupone otro sentido más propio en el Apocalipsis en el que se habla muy extensamente de Babilonia. Ciertamente el texto de san Agustín está inspirado en el Apocalipsis. Pero debemos precisar—según la doctrina de los significados del lenguaje bíblico que ha recordado el Catecismo de la Iglesia Católica—el sentido del término Babilonia.
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Si nos preguntamos por Babilonia, nos encontraremos con varios significados. En los libros históricos del Antiguo Testamento, y en las narraciones históricas contenidas en los profetas, cuando se dice “Reinado de Nabucodonosor, rey de Babilonia” (2 Re. 25,1) o “La conquista de Jerusalén y la deportación de los judíos a Babilonia” (2 Re. 24,10 y ss.), Babilonia es la ciudad que fue capital del Imperio; es la ciudad donde estuvo cautivo durante setenta años el pueblo de Israel y que había sido, mucho antes, la capital del Imperio de Acad, la tierra en la que Abraham fue llamado. Éste es el primer significado histórico de Babilonia.
Conviene ahora preguntarse por el significado de Babilonia en el Apocalipsis. Que el término está tomado de la Babilonia histórica es evidente. Pero en el Apocalipsis, libro profético muy claro—más de lo que se suele creer—, en un momento se habla de “la ciudad que espiritualmente podemos llamar Sodoma y Egipto, la ciudad en que su Señor fue crucificado”. Esto no presenta ningún problema interpretativo: la ciudad en que su Señor fue crucificado es Jerusalén. Y, en el mismo Apocalipsis, se dice que espiritualmente se la llama Sodoma y Egipto. Texto que encierra un tremendo juicio, porque a Jerusalén se le da el nombre de Egipto, aquel país en que estuvo esclavizado el pueblo de Israel, y de Sodoma, la ciudad de la corrupción moral. Por tanto, aquí tenemos un claro fundamento literal de un significado alegórico. Lo mismo sucederá con Babilonia.
Ahora podemos cuestionarnos algo más. Está muy claro que Babilonia, en el Apocalipsis, ya no nombra la ciudad del Eufrates, sino que con este nombre—así como con Sodoma y Egipto—significa una realidad contemporánea de los últimos tiempos de la Iglesia, como dice el Señor: “El Espíritu Santo os anunciará lo venidero.” Entonces, ¿qué significa Babilonia, reconociendo que Babilonia literalmente sería la ciudad histórica, y que espiritualmente, en el Apocalipsis, se aplica a otra realidad? ¿Acaso se puede explicar diciendo que este nombre de Babilonia significa la sociedad de los impíos extendida desde Oriente a Occidente, aquella que edifica los reinos terrenos con su orgullo, la ciudad terrena en la que se instala el poder humano y la soberbia se enfrenta a Dios? ¿Quedaríamos satisfechos simplemente tomando el término Babilonia no en sentido histórico, sino en sentido espiritual-moral? No, y a pesar de que san Agustín recurre a este sentido moral, no estaríamos interpretando el texto del Apocalipsis adecuadamente.
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…El uso moral del término Babilonia no nos autoriza a movernos en la vaguedad de lo no concreto, corriendo el riesgo de perder la orientación y el discernimiento de espíritus que encontramos en el lenguaje del Apocalipsis, siempre que lo leamos con respeto a la inspiración divina y a la tradición eclesiástica; una tradición que es mucho más rica de lo que se suele pensar.
En el Apocalipsis y en el Nuevo Testamento cuando se habla de Babilonia se refiere a Roma, la ciudad del Tíber, la ciudad en la que san Pedro se instaló, en la que san Pedro y san Pablo murieron martirizados y en la que ha quedado, providencialmente y en forma permanente, la Cátedra apostólica. Ésta es la Ciudad nombrada en el Apocalipsis con el nombre de Babilonia. …
San Pedro, en la Carta Primera, termina diciendo: “Os saluda la Iglesia que está en Babilonia, colegiada con vosotros y Marcos, mi hijo. Saludaos mutuamente con el ósculo de la caridad.” [1 Pet. 5, 12-14]
San Jerónimo, que tradujo al latín un libro de Dídimo de Alejandría sobre el Espíritu Santo, comienza el prólogo a la traducción latina con estas palabras: “Cuando yo residía en Babilonia y vivía bajo el Derecho romano, colono de la meretriz purpurada…” [Cornelio a Lápide, Comentaria in Scripturam Sacram, T. XXI (Apocalipsis), cap. 17, nº 1, p. 307 (París, 1863)]. Este pasaje lo cita precisamente Cornelio a Lápide para demostrar que Babilonia quiere decir Roma. Y en la carta 151, q. 11, dirigida a Aljasia, le dice: “Según el Apocalipsis de san Juan, en la frente de la meretriz purpurada está escrito un nombre de blasfemia, esto es, la de Roma Eterna.”
Cornelio a Lápide, que escribía a finales del siglo XVI y comienzos del XVII, comenta al respecto: “El soberbio nombre de eternidad, que es un nombre de divinidad, fue puesto a Roma por los paganos como sus aduladores y la llamaron Roma eterna, Roma divina.” [Cornelio a Lápide, ibid. p. 210.] Hoy nos hemos acostumbrado a llama a Roma la Ciudad Eterna creyendo que hacemos un elogio a la Sede de Pedro; por eso estas palabras nos sorprenden.
En el Apocalipsis, Babilonia es Roma, la ciudad de las siete colinas, la capital del Imperio Romano embriagada de la sangre de los mártires de Jesús: ¡diez persecuciones! Esto estaba tan claro, era tan unánime, que san Jerónimo, en el Comentario a Daniel, hablando del tema y refiriéndose al tiempo en que “el Reino de los romanos será destruido en el tiempo del Anticristo”—ésta es la caída de Babilonia anunciada en el Apocalipsis—, escribe: “Digamos lo que han dicho todos los escritores eclesiásticos. En la consumación del mundo el reino de los romanos será destruido.” [Cornelio a Lápide, Comentaria in Scripturam Sacram, t. XIII (Profeta Daniel), cap. 7, nº 8, pp. 60-61.]
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El misterio de que la ciudad anti-cristiana sea destruida en odio a Cristo lo comenta así Cornelio a Lápide:
“Esto será muy congruente al genio y al propósito del Anticristo, a saber, que siendo él rey de Jerusalén y de los judíos, en lucha contra Cristo, destruya la metrópoli del Reino y de su Iglesia, es decir, Roma. Pues esto es lo que deseará ardientemente, para que le parezca haber destruido el Reino de Cristo. Luego, como se opone el Anticristo a Cristo, y los judíos a los cristianos, así se opone Jerusalén a Roma: así el Anticristo intentará destruir a Cristo, a los cristianos, a Roma y abolir el Pontificado, como ya lo desean ahora sus precursores calvinistas y otros herejes.” [Cornelio a Lápide, Comentariam in Scripturam Sacram, t. XXI (Apocalipsis), cap. 17, p. 320.]
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…Cornelio a Lápide dice que Babilonia significa Roma, la ciudad donde está el Papado, y les pide a los protestantes que distingan la ciudad de Roma de la Iglesia romana. Profundizando en esta distinción, podríamos decir que el Apocalipsis no describe la Roma cristiana, sino que describe la Roma pagana, ya descristianizada, de forma misteriosa, donde reside todo el misterio de perversidad y de orgullo humano que hay en la apostasía frente a Cristo.
Justo a esta interpretación alegórica Cornelio a Lápide describe la aplicación moral:
“Así, pues, porque Roma, en otro tiempo, persiguió a los Apóstoles y a los Profetas (no a los antiguos y judíos, sino a los de la Ley Nueva, cuales fueron los Apóstoles y sus sucesores) y los fieles y, de nuevo, con su Pontífice en el fin del mundo, los perseguirán, así Dios la destruirá: pues castigará los primitivos pecados de los romanos al haber colmado entonces su medida; por lo que los romanos, entonces, serán más gravemente castigados de lo que lo hubieran sido si no les hubieran precedido los pecados de los antiguos romanos. Pues serán los sucesores de aquellos primeros, y seguidores de ellos, porque aprobarán y alabarán sus crímenes y seguirán lo mismo que habían hecho los paganos. Pues querrán emular los actos y la gloria de César, de Pompeyo, de Trajano, de Decio, de Diocleciano, y todos los antiguos humos de la vieja Roma, y los vanos nombres de los Catones, como ya ahora vemos a algunos gloriarse y alimentarse de estos antiguos humos de la antigua Roma.” [Cornelio a Lápide, Comentaria in Scripturam Sacram, t. XXI (Apocalipsis), cap. 18, nº 20, p. 330.]
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Y llegamos así hasta la maldición de Babilonia:
“No se oirán más en ti voces de citaristas, ni de músicos, ni de flautistas, ni de trompeta, ni habrá ningún arte en ti, ni habrá voces de rueda de molino, ni luz de lámparas resplandecerán más en ti, ni voz de desposado ni desposada, porque tus mercaderes eran los magnates de la Tierra” (Apoc. 18, 22-23). Ésta es la razón de este castigo sobre la ciudad grande, que es alegóricamente Roma, pagana y descristianizada al fin de los tiempos; y que es moralmente la ciudad que tiene su dominio sobre los reyes de la Tierra, de esta ciudad que descansa sobre muchas aguas, pueblos, naciones y lenguas, la metrópoli cosmopolita.
En la Tierra hay una especie de grandeza humana, universal, de oligarquía constituida por los comerciantes de esta ciudad mundial. Después viene el aleluya por la caída de Roma y el canto por la llegada del Reino de Dios, porque se ha hundido Babilonia.
Y el Apocalipsis acaba: “Bienaventurado el que lee y escucha las palabras de esa profecía. Ay del que le añada o le quite nada.” (Apoc. 22, 18.) Dios nos libre de añadir nada y Dios nos libre de dar permisos a nadie para quitar nada.
Las dos interpretaciones de Babilonia a las que nos hemos referido no son incompatibles. Una, más inmediatamente propuesta por el texto, más autorizada como interpretación de la Biblia, es alegórica y espiritual: que Babilonia es Roma. Otra, moral, muy fundamentada también en el mismo juicio sobre esta ciudad, con la autoridad de san Agustín y el espíritu de san Ignacio: Babilonia es la ciudad del mundo.
Es importante atender también a este sentido moral (con la condición de que no nos movamos en abstracciones y tengamos el valor de hacer surgir este sentido moral del propio texto bíblico y de su significado alegórico) y seguir, en la Escritura, el rastro de por qué esta descripción de Roma está prefigurada con el nombre de Babilonia.
La mujer es la ciudad grande que domina sobre los reyes y los reinos de la Tierra. Sobre su frente está escrito el nombre de blasfemia y está embriagada de la sangre de los mártires de Cristo. Muchas ciudades del mundo moderno están embriagadas de la sangre de los mártires de Cristo. Quien crea que hubiese existido el Imperio británico sin la persecución anticatólica de los siglos XVI y XVII no conoce la historia. El que admira a Londres como capital de la era victoriana, gloriosa entre las dos guerras, sin saber que su grandeza tiene que ver con el martirio de los fieles a la Sede de Pedro en los siglos XVI y XVII, no conoce la historia del surgimiento del poderío británico en el mundo. Hay centenares de mártires ingleses en los altares, además de Tomás Moro y Juan Fisher.
La apocalíptica ciudad grande se asienta sobre la bestia, es decir, sobre los poderes políticos y los Imperios mundiales. Los príncipes de la tierra son los mercaderes de la gran ciudad; se enriquecen en ella por el elevado precio de sus mercancías. El profeta Ezequiel dice: “Multiplicaste tus prostituciones en la tierra del comercio, en Caldea, y tampoco esta vez quedaste harta” (Ez. 16,29). En la gran ciudad se encuentran productos preciosos y lujosos procedentes de todos los países. Pueblos, naciones y lenguas se hallan en la gran ciudad que domina la tierra. (Cf. Ez. 17,14; 27,16; 27,33.)
La ciudad se enriquece no sólo con el comercio de todas las cosas preciosas que atraviesan los mares, cuyos comerciantes tienen sus naves en el mar. Precisamente porque estas palabras de Ezequiel se aplican a Tiro, aparece claro el fundamento de la aplicación moral de la Babilonia que hace san Agustín: “Descenderán de sus tronos todos los príncipes del mar, como has perecido tú; ha sido destruida de los mares la ciudad tan celebrada, la que era poderosa en el mar.” Es constante esta alusión al comercio internacional a través de los mares.
Con esta mujer prostituida, madre de las abominaciones de la tierra, fornican y se corrompen los reyes de la tierra. Esta gran ciudad, según el Apocalipsis, descansa sobre una bestia de siete cabezas que representan siete reyes. Según muchos intérpretes, representa siete reinos o siete poderes. En la interpretación de las visiones de Daniel, hasta hace pocos siglos unánime en el cristianismo, se hablaba del Imperio babilónico, del Imperio persa, del Imperio de Alejandro Magno y sus sucesores, y del Imperio romano como de las cuatro piezas de la estatua de cabeza de oro y pies de hierro y de las cuatro bestias que vienen del mar. [Cf. Daniel 2,7.] En este texto pensaba Cromwell al hablar del quinto reino. Ésta ha sido la interpretación común a luteranos, calvinistas y católicos romanos. En el siglo XX se ha ido abandonando esta interpretación justamente cuando estamos en este tiempo; cuando se está cumpliendo lo que afirmaban los que interpretaban el Apocalipsis de este modo.
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Todos los Estados que no han sido cristianos o que han sido apóstatas (como los contemporáneos) han sido idólatras. Éste es el tema de la teología civil o política de Varrón, por el que se explica gran parte de la polémica en La Ciudad de Dios. Los romanos establecían sus panteones, eran politeísmos políticamente establecidos. Además, Roma se hacía adorar a sí misma y al emperador. Los mártires no se negaban a obedecer a las autoridades civiles, pero se negaban a obedecerles en cuanto se les mandaba como ley del Estado adorar al Emperador y al Imperio. Por ello eran perseguidos, por delito político, y morían mártires.
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Los poderes mundiales están embriagados de la sangre de los mártires y sobre ellos ha descansado la gran ciudad. El poder político orgulloso, no cristiano, ha sido siempre anticristiano. Y ahora lo es también. Descristianiza y hace idolatrar como algo absoluto y definitivo lo humano, mediante un humanismo idolátrico y antiteístico ante el cual sucumbe—como un Molok ante el cual se hacían sacrificios humanos—la existencia reconocida de la persona individual y su libertad de albedrío. La ciudad grande que domina sobre los reyes de la tierra descansa sobre el poder de esta Bestia apocalíptica, que es la potestad antiteocrática, como sostenía el padre Rovira al comentar el Apocalipsis en su tratado De Regno Christi in terris consummato.