“[Cristo] cancelando el documento desfavorable para nosotros por sus prescripciones, lo quitó de en medio clavándolo a la Cruz; por ella, después de despojar a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, llevándolos en el cortejo triunfal.” (Colosenses 2, 14-15)
El documento desfavorable para los hombres es la acusación contra la víctima inocente en los mitos. Hacer responsables a los principados y potestades es lo mismo que culpar a Satán de su papel de acusador público, como ya he dicho.
Antes de Cristo la acusación satánica resultaba siempre victoriosa gracias al contagio violento que encerraba a los hombres en los sistemas mítico-rituales. La crucifixión reduce la mitología a la impotencia al revelar ese contagio que, por su gran eficacia en los mitos, impide siempre a las comunidades descubrir la verdad, es decir, la inocencia de sus víctimas.
Una acusación que calmaba temporalmente la violencia de los hombres, pero que “se volvía” contra ellos porque los esclavizaba a Satán, o, dicho de otra forma, a los principados y potestades con sus dioses mentirosos y sus sangrientos sacrificios.
Al hacer manifiesta su inocencia en los relatos de la Pasión, Jesús ha “anulado” esta deuda, la ha “suprimido”. Es él quien clava entonces esa acusación en la Cruz, o, dicho con otras palabras, quien revela su falsedad. Mientras que, habitualmente, es la acusación lo que clava a la víctima en la Cruz, en este caso, al contrario, la clavada es la propia acusación, en alguna medida exhibida y públicamente expuesta como mentirosa. La Cruz hace triunfar la verdad, puesto que, en los relatos evangélicos, se revela la falsedad de la acusación, se revela la impostura de Satán, lo que es lo mismo que decir la impostura de los principados y potestades, para siempre desacreditada en la estela de la crucifixión. Se rehabilita así a todas la víctimas al mismo tiempo.
[…]
Al clavar a Cristo en la Cruz, las potestades se imaginaban que estaban haciendo lo que habitualmente hacen —desencadenar el mecanismo victimario—, y que de esa forma evitaban la amenaza de una revelación, sin pensar siquiera que, a fin de cuentas, al actuar así hacían todo lo contrario: trabajaban por su propio aniquilamiento clavándose, en alguna medida, a sí mismas en la Cruz, cuyo poder revelador no sospechaban.
Al privar al mecanismo victimario de las tinieblas de que necesita rodearse para poder gobernarlo todo, la Cruz transforma radicalmente el mundo. Su luz priva a Satán de su principal poder, el de expulsar a Satán. Una vez iluminado en su totalidad por la Cruz, ese sol negro no podrá ya limitar su capacidad de destrucción. Satán destruirá su reino y se destruirá a sí mismo.
Comprender esto es comprender por qué Pablo considera a la Cruz como fuente de todo saber tanto sobre el mundo y sobre los hombres como sobre Dios. Cuando Pablo afirma que no quiere conocer nada fuera de Cristo crucificado, no está haciendo “anti-intelecutalismo”. No muestra con ello ningún desprecio por el conocimiento. Cree literalmente que no hay saber superior al de Cristo crucificado. Al adoptar esta posición se sabrá, a la vez, más sobre Dios y los hombres de lo que pueda saberse con arreglo a cualquier otra fuente de saber.
[…]
En la Primera Epístola a los Corintios, Pablo escribe: “Ninguno de los jefes de este mundo la conoció [la sabiduría de Dios], pues si la hubiera conocido, no habrían crucificado al Señor de la gloria” (1 Corintios 2, 8).
“Los jefes de este mundo”, que son aquí la misma cosa que Satán, han crucificado al Señor de la gloria porque esperaban de esa crucifixión ciertos resultados favorables a sus intereses. Contaban con que el mecanismo funcionaría como de costumbre, al abrigo de las miradas indiscretas, y se librarían así de Jesús y su mensaje. Al principio tenían excelentes razones para pensar que todo les saldría bien.
[…]
Hasta la Resurrección nada permitía prever que se trastocara un apasionamiento mimético al que los propios discípulos habían ya sucumbido. Los príncipes de este mundo podían frotarse las manos, y, sin embargo, a fin de cuentas, sus cálculos fueron desbaratados. En lugar de escamotear una vez más el secreto del mecanismo victimario, los cuatro relatos de la Pasión lo propagan por los cuatro rincones del mundo y le dan una gigantesca publicidad.
[…]
Si Dios permitió a Satán reinar durante cierto tiempo sobre la humanidad, es porque sabía de antemano que, llegado el momento, con su muerte en la Cruz, Cristo acabaría con ese adversario. La sabiduría divina había previsto desde siempre que el mecanismo victimario sería vuelto al revés como un guante, mostrado al mundo, desenmascarado y desactivado, en los relatos de la Pasión, y que ni Satán ni las potestades podrían impedir esa revelación.
Un inexorable avance histórico de la verdad cristiana se está dando en nuestro mundo. Algo, paradójicamente, inseparable del aparente debilitamiento del cristianismo. Cuanto más asedia el cristianismo a nuestro mundo, en el sentido en que asedia al último Nietzsche, más difícil resulta escapar de él mediante medios relativamente anodinos, mediante compromisos “humanistas” al modo de nuestro venerables positivistas.
Para eludir su propio descubrimiento y defender la violencia mitológica, Nietzsche tiene que justificar el sacrificio humano, lo que no duda en hacer, recurriendo para ello a argumentos monstruosos. Sobrepasa el peor darwinismo social. So pena de degenerar, afirma, las sociedades tienen que librarse de los derechos humanos que les estorban:
“El cristianismo ha tomado tan en serio al individuo, lo ha planteado tan bien como un absoluto, que no podía ya sacrificarlo; pero la especie sólo sobrevive mediante los sacrificios humanos… La verdadera filantropía exige el sacrificio por el bien de la especie; la verdadera filantropía es dura, se obliga al dominio de sí misma, porque necesita del sacrificio humano. ¡Y esta pseudo-humanidad llamada cristianismo quiere imponernos precisamente que no se sacrifique a nadie.”
[…]
… El movimiento anticristiano más poderoso es el que reasume y “radicaliza” esa preocupación [por las víctimas] para paganizarla. Las potestades y los principados pretenden ahora ser “revolucionarios” reprochando al cristianismo no defender a las víctimas con suficiente vehemencia y sin ver en el pasado cristiano otra cosa que persecuciones, opresiones, inquisiciones.
Este otro totalitarismo se presenta como liberador de la humanidad. Para usurpar el lugar de Cristo, las potestades lo imitan emulativamente, denunciando en la preocupación cristiana por las víctimas una hipócrita y pálida imitación de la auténtica cruzada contra la opresión y la persecución, de la que ellas serían punta de lanza.
Utilizando el lenguaje simbólico del Nuevo Testamento cabe decir que, para intentar restablecerse y triunfar de nuevo, Satán adopta el lenguaje de las víctimas. Imita a Cristo cada vez mejor y pretende superarlo. Una imitación usurpadora presente ya desde hace mucho tiempo en el mundo cristianizado, pero que en nuestra época se refuerza enormemente. Es el proceso rememorado por el Nuevo Testamente en el lenguaje del Anticristo. Un término que, para comprenderlo, hay que desdramatizar primero, puesto que corresponde a una realidad muy cotidiana y prosaica.
El Anticristo pretende aportar a los hombres esa paz y tolerancia que el cristianismo les promete, pero que no les trae. Sin embargo, en realidad, lo que la radicalización de la victimología contemporánea aporta es un muy efectivo regreso a todo tipo de costumbres paganas: el aborto, la eutanasia, la indiferenciación sexual, juegos de manos innumerables, aunque sin víctimas reales gracias a las simulaciones electrónicas.
El neopaganismo quiere convertir el decálogo y toda la moral judeocristiana en una intolerable violencia. Y su completa eliminación constituye el primero de sus objetivos. La fiel observancia de la ley moral es considerada como una complicidad con las fuerzas persecutorias, que, esencialmente, serían religiosas.
[…]
Un neopaganismo para el que la felicidad consiste en la ilimitada satisfacción de los deseos y, por tanto, en la supresión de todas las prohibiciones. Idea que adquiere cierto tinte de verosimilitud en el limitado ámbito de los bienes de consumo, cuya prodigiosa multiplicación, efecto del progreso técnico, atenúa ciertas rivalidades miméticas y confiere una apariencia de plausibilidad a la tesis según la cual toda ley moral no es más que un puro instrumento de represión y persecución.
Al revelar el secreto del Príncipe de este mundo, al desvelar la verdad de los apasionamientos miméticos y los mecanismos victimarios, los relatos de la Pasión subvierten el origen del orden humano. Las tinieblas de Satán no son ya lo bastante espesas para disimular la inocencia de las víctimas que, por eso mismo, resultan cada vez menos catárticas. Ya no es posible “purgar” o “purificar” verdaderamente a las comunidades de su violencia.
Satán no puede ya expulsar sus propios desórdenes basándose en el mecanismo victimario. Satán no puede ya expulsar a Satán. De lo que no hay que deducir que los hombres se vean por ello inmediatamente liberados de su hoy decaído príncipe.
En el Evangelio de Lucas, Cristo ve a Satán “caer del cielo como el relámpago”. Es evidente que cae sobre la tierra y que no permanecerá inactivo. Lo que Jesús anuncia no es el fin inmediato de Satán, o, al menos, todavía no, sino el fin de su mentirosa trascendencia, de su poder de restablecer el orden.
Para expresar las consecuencias de la revelación cristiana, el Nuevo Testamento dispone de toda una serie de metáforas. De Satán cabe decir, repito, que no puede ya expulsarse a sí mismo. Y también que no puede ya “encadenarse”, lo que, en el fondo, es lo mismo. Como sus días están contados, Satán los aprovecha al máximo y, muy literalmente, se desencadena.
[…]
Jesús distingue dos clases de paz. La primera es la que él propone a la humanidad. Por simples que sean sus reglas, esa paz “sobrepasa el entendimiento humano” por la sencilla razón de que la única paz que conocemos es la tregua de los chivos expiatorios, “la paz tal como la ofrece el mundo”. Es la paz de las potestades y los principados, siempre más o menos “satánica”. Es la paz de la que la revelación evangélica nos priva cada vez más.
Cristo no puede traer a los hombres la paz verdaderamente divina sin privarnos antes de la única paz de que disponemos. Tal es el proceso histórico, por fuerza temible, que estamos viviendo.
En la Epístola a los Tesalonicenses Pablo define lo que retrasa el “desencadenamiento de Satán” como un kathéchon, o, dicho de otra forma, como lo que contiene el Apocalipsis en el doble sentido de la palabra señalado por J.-P. Dupuy: encerrar en sí mismo y retener dentro de ciertos límites.