sábado, 18 de mayo de 2013

Desanse en paz

En 1940, mientras se derrumbaba el frente ante el avance inexorable de los Pánzer alemanes y mareas de refugiados y soldados desordenados inundaban París, el Consejo de Ministros francés, con el apoyo del Parlamento en todo su hemiciclo, llamaba de vuelta a la actividad a un viejo general retirado, héroe de la Primera Guerra, le daba todo el poder del Estado y le solicitaba llegar a un urgente arreglo con el gobierno del Reich. Mientras tanto, los políticos escapaban como ratas de un barco que se hunde hacia América, Gran Bretaña y otros lugares. El mariscal Pétain, que ése era su nombre, logró llegar a un acuerdo, salvando la soberanía de gran parte del suelo francés, la llamada Francia de Vichy, y cediendo la costa al control alemán mientras durase la guerra. Terminada la guerra y regresados los políticos de su 'heroico exilio', convirtieron al viejo mariscal en la personificación del mal absoluto, en el más grande traidor de Francia, en el paradigma del 'colaborador'. 

A principios de 1976, la Argentina se encontraba asolada por el terrorismo marxista y una gravísima crisis económica. Una ex-bailarina catapultada a la presidencia por la calentura de un viejo senil era la que intentaba gobernar el país, mientras que los políticos de todo signo, incluso peronistas y miembros del gobierno, se dedicaban a conspirar visitando cuarteles. La norma en la lucha antisubversiva era el exterminio decretado por Perón y su discurso programático acerca de ir a buscarlos a sus guaridas y matarlos como ratas. Graham-Yooll, a quien nadie puede considerar procesista, habla de más de 1000 muertos en la lucha contra la subversión, sólo en el año 1975. ¡Más que en Malvinas contra Gran Bretaña! Los propios Montoneros hablan de más de 40.000 miembros 'no combatientes' de la organización (transporte y guarda de armas y explosivos, custodia de secuestrados, vigilancia, observación de posibles blancos, insurrección, propaganda, distribución de volantes y publicaciones de las organizaciones, infiltración de centros de estudiantes y todo tipo de actividades de apoyo) en aquel tiempo — lo que convierte a ese sólo grupo en la guerrilla más grande de la historia occidental. Recordemos que la mayoría de los jueces y fiscales que habían estado involucrados en juicios contra guerrilleros habían sido asesinados, estaban en el exilio o habían renunciado, y el Poder Judicial se proclamaba impotente para tratar con este tema. 

Excepto cuatro o cinco que rodeaban a Isabelita, el resto de la población saludó alborozado el golpe del 24 de marzo de 1976. Incluso el Partido Comunista. Incluso las propias organizaciones terroristas que veían una oportunidad de legitimarse. Organizaciones que llegaron a controlar una provincia y negociar ante la ONU y el Bloque Soviético su reconocimiento independiente. Que llegaron a colocar bombas en el Ministerio de Defensa de la Nación, en el Comando en Jefe del Ejército y en el Cuartel Central de la Policía Federal. En el primero murieron muchos empleados civiles y sus esposas que se encontraban en el Microcine. En el segundo, gente que pasaba por la calle y automovilistas. En el tercero, los empleados del comedor y gente que tramitaba su pasaporte o cédula. 

Esto eran los grupos de 'jóvenes idealistas' que tanto entusiasman a nuestra presidenta. Videla cometió innumerables errores. Muchos graves, gravísimos. También tuvo muchos aciertos. Pero toda esta partidocracia de mierda no tiene ningún derecho a decir ni mu. Videla, como los otros generales, almirantes y brigadieres del Proceso murieron con tanta mucha o poca riqueza con la que llegaron al poder. 

Por el contrario, estos políticos que nos rodean, que ante el menor sonido de un tiro escaparían enseguida a Europa y EE. UU., donde tienen sus 'inversiones' de dineros malhabidos, no hacen otra cosa que robar desde hace 30 años. Y sus robos han provocado y provocan todos los días tantas muertes como los míticos 30.000 'desaparecidos'. 

Sólo Dios puede juzgar a Videla ahora. Y me temo que más de uno se sorprenderá de no encontrárselo en el infierno en que no creen cuando lleguen allí. 

 

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