viernes, 6 de noviembre de 2009

En la noche oscura...

“¡Oh noche, amable más que la alborada!”, dice San Juan de la Cruz. Es éste un tiempo, desconectado de las consolaciones exteriores de los grandes siglos brillantes y positivos como el IV y el XIII, aquéllos tiempos de logros artísticos, políticos y científicos – lo que sintetizando llamamos culturales –, desconectados de tales consolaciones, y viviendo en una era angosta, vacía y maldita, de ansiedad cuando no desesperación, en casas baratas a muy alto precio – el dinero en sí es barato –, mal nutridos con alimentos desnaturalizados, sujetos a burocracias totalitarias, guerras de guerrillas, francotiradores, violaciones, ciencia materialista, religión relativista y una industria vacía de arte, el alma cristiana es forzada a una receptividad paciente, silenciosa e interior a nada más que la acción de Dios. Tipos ruidosos, vacíos y arrogantes, leyendo mal y confundiendo los tiempos, se apresuran a llamarnos a la acción, incluso a demostraciones salvajes y públicas de oración, en un show tonto de actividad eruptiva, infructuosa y destructiva, como los marinos en travesía a Tarsis mientras Jonás dormía en el refugio tranquilo y oscuro de la nave que se hundía.

Esta era quedó para mí simbolizada cuando llegué a una abadía benedictina que había sido magnífica en su época a dictar una conferencia para unos seminaristas. En la puerta de entrada, en vez del portero prescripto por la regla de San Benito, que debe dar la bienvenida a cualquier extraño como si fuese Cristo, había un sistema de intercomunicación con un cuadro anexo con los nombres y números de internos para marcar. Tras llamar en vano al monje que me había invitado a hablar, vagué por ahí entre las muy confortables instalaciones hasta que un trabajador seglar, con manos encallecidas, colocando grava en un camino – probablemente ni siquiera católico y ciertamente no un monje, pero sí un hombre honesto – me señaló hacia un edificio donde pensaba que podría haber conferencias. Finalmente al entrar, me dio la bienvenida un amigable prior o rector, que reía afablemente, vestido en su hábito, con una lata de Coca-Cola en una mano y un cigarrillo en la otra. Boccaccio habría disfrutado la escena, pero no San Benito, ni siquiera Chaucer.

Recíbanse a todos los huéspedes que llegan como a Cristo, pues Él mismo ha de decir: "Huésped fui y me recibieron". A todos dése el honor que corresponde, pero sobre todo a los hermanos en la fe y a los peregrinos. Cuando se anuncie un huésped, el superior o los hermanos salgan a su encuentro con la más solícita caridad. Oren primero juntos y dense luego la paz. No den este beso de paz antes de la oración, sino después de ella, a causa de las ilusiones diabólicas. Muestren la mayor humildad al saludar a todos los huéspedes que llegan o se van, inclinando la cabeza o postrando todo el cuerpo en tierra, adorando en ellos a Cristo, que es a quien se recibe.

La actual fascinación por la novedad y la informalidad en todo es un signo seguro de nuestro vacío espiritual. Cada semana en Misa, fieles confundidos y medio apóstatas se enfrentan a otra y a otra innovación superficial, como si girar el altar o dar la Comunión en ambas especies o en la mano pudiesen mejorar la realidad terrible del Sacrificio de Cristo. Baudelaire en ese libro amargo e irónico llamado El Splín de París, casi como si tuviese la Iglesia postconciliar en mente, explicó que

Esta vida es como un hospital donde cada paciente quiere cambiar las camas de lugar. Uno quiere sufrir junto a la estufa y el otro piensa que va a curarse junto a la ventana.

John Senior, The Restoration of Christian Culture



 

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