jueves, 2 de julio de 2009

De prejuicios, leyendas y crítica


Otra linda entrada en la bitácora El León y el Cardenal, que me tomo el atrevimiento de traducir.


LA HAGIOGRAFIA y el BENEFICIO de la DUDA


Emile Mâle:

“No hubo ruptura alguna cuando a fines del siglo XIII Jacobo de Voragine escribió su famosa Leyenda Áurea, ya que en ella él simplemente popularizó el leccionario, preservando incluso sus secuencias. Su compilación no era original bajo ningún aspecto. Se contentó con completar las historias recurriendo a los originales, y agregando alguna leyenda aquí o allí. La Leyenda Áurea se hizo famosa en toda la Cristiandad porque puso en manos de todos los hombres las historias que hasta el momento rara vez se encontraban fuera de los libros litúrgicos. El barón en su castillo y el mercader en su comercio podían ahora disfrutar los bellos cuentos cuando quisieran.

“El ataque que sufrió Jacobo de Voragine a manos de los estudiosos del siglo XVII confundió su objetivo. La Leyenda Áurea, acusada por ellos de ser una leyenda de plomo, no era la obra de un hombre sino de toda la Cristiandad. El candor y la credulidad del escritor pertenecían a su tiempo. Las historias del viaje de Santo Tomás a la India o del manto milagroso de Santiago, relatadas ingenuamente por laLeyenda Áurea , aunque pudiesen molestar a los estrictos teólogos educados en la escuela de los padres del Concilio de Trento, eran universalmente aceptadas en el siglo XIII. Se leían en público en las iglesias, y se ilustraban en sus vitrales. Condenar a Jacobo de Voragine era condenar todos los leccionarios antiguos, y con ellos, al clero que los leía y los fieles que los escuchaban.”

Los detractores de la tradición hagiográfica, para los cuales la Leyenda Áurea es testimonio, son legión -- comenzando por humanistas como Desiderio Eramos y Lorenzo Valla, e incluyendo a clérigos contrarreformistas como el iconoclasta Juan Molano, Juan de Launoy (el infame denicheur), Adrián Baillet, y otros incontables, cuyo escepticismo triunfó con el gran despojo de los calendarios de 1969, y en la orden de la Sacrosanctum Consilium de purgar la liturgia de cualquier cosa que huela a mitología.

Siempre seré un defensor de la Leyenda Áurea y las hagiografías tradicionales -- y más que defensor de ellas, un creyente en ellas. Es decir, creo que son santas, que merecen ser preservadas y que con frecuencia son ciertas. Por esto, muchas veces he sido difamado -- estúpido, romántico, reaccionario. En el pasado, me he justificado diciendo que las hagiografías deben leer en el mismo espíritu que las Sagradas Escrituras -- en sentido literal, alegórico, tropológico y anagógico. Pero he abandonado casi por completo este argumento -- no porque crea que es falso, sino porque pienso que es innecesario.

Creer en la veracidad de la Leyenda Áurea no requiere suspender la incredulidad, ni a la doble verdad de Sigerio de Brabante (una verdad para la razón y otra verdad para la fe), ni siquiera a una hermenéutica sana. Todo lo que se requiere es el beneficio de la duda. Esto es, la mayoría de las historias relatadas por las hagiografías tradicionales no nos dan razones, ellas mismas, para no creerles.

Una aclaración aquí. Las hagiografías no son infalibles y tampoco digo lo contrario. (Honestamente, tengo dudas de que incluso el proceso de canonización más riguroso sea infalible.) Fueron compiladas por autores humanos sin inspiración divina. Algunas contienen errores. En alguna ocasión, se confunden identidades, o detalles que son desaprobados por la evidencia histórica. En otra ocasión, encontramos versiones contradictorias de la misma historia, como en el caso de los múltiples pretendientes de la misma reliquia. En tal caso, alguno debe estar equivocado. Rara vez, encontramos cultos devocionales cuyos orígenes pueden trazarse, con certeza razonable, a fuentes heréticas o paganas, o a planes políticos o libelos, o a incomprensiones o modas.

Pero éstas son las excepciones, no la regla. En la consciencia religiosa actual, donde las hagiografías tradicionales son tratadas mayormente como fuente de cuentos curiosos o bromas idiotas, esas excepciones es lo que se recuerda. Pero son rarezas entre cientos de cientos de cientos de santos cuyos cultos han sido ignominiosamente borrados, o cuyas hagiografías han sido corregidas en nombre de la crítica histórica.

Los relatos tradicionales de las vidas de estos santos sólo se hacen increíbles cuando son leídas con un prejuicio contra lo milagroso. Y la mayoría de las pruebas que ofrecen los estudiosos que pretenden desmentir las hagiografías y explicar lo que realmente ocurrió son sin fundamento y arbitrarias, al menos tanto como las historias que ellos pretenden acusar de lo mismo.

Por ejemplo, de acuerdo a la Leyenda Áurea:

“El cuerpo de San Dionisio se elevó, y puso su cabeza entre sus brazos, mientras el ángel lo guió por dos leguas desde el lugar, conocido como la colina de los mártires, hasta el otro lugar donde ahora yace, por elección y por la gracia de Dios.”

Las hagiografías modernas unánimemente rechazan la historia de San Dionisio transportando su propia cabeza por dos leguas. Hoy en días, todos sabemos que eso no ocurrió realmente -- lo que realmente ocurrió es que dos iglesias rivales reclamaban el honor de ser el lugar del martirio y la muerte del santo, y la historia fue inventada con ese propósito. O, que lo que realmente sucedió es que los campesinos medievales ignorantes no entendían la convención artística de pintar a un mártir decapitado llevando su propia cabeza y así inventaron el cuento.

Pero no existe evidencia alguna acerca de que la historia no sea verdad en la forma en que fue relatada. No existe evidencia alguna de que fuese inventada para pacificar santuarios rivales, o para explicar las representaciones simbólicas de la estatua de la catedral. Todo esto es pura conjetura. La única razón por la cual un hombre aceptará estas nuevas explicaciones es que da el beneficio de la duda al escéptico por sobre la tradición; porque cree que un santo que lleva su cabeza por dos leguas es algo que no puede pasar -- y que por lo tanto no pasó.

Y la explicación más popular -- aquella de los campesinos medievales ignorantes no comprendiendo el arte -- es completamente inverosímil. Traiciona la forma en que la hagiografía, la iconografía y la devoción se relacionaban en la Edad Media. (Como regla general, cualquier explicación que se fundamente en la idiotez del hombre medieval es producto del prejuicio histórico y poco más.)

Esta explicación asume que las hagiografías medievales eran esencialmente producto de la religiosidad popular, generada por el campesinado ignorante y sólo luego aceptada por la Iglesia oficial -- algo similar a las devociones populares de la América Latina contemporánea. Aunque es ciertamente real que la hagiografía medieval y la hagiografía popular contemporánea guardan más similitud entre ellas que con la hagiografía de la crítica histórica, existe una diferencia importante entre ellas. En la Edad Media, los entendidos en teología participaban del culto devocional, y usualmente eran ellos los que lo iniciaban. Cuántos de los santos de la Leyenda Áurea son monjes o monjas, cuya veneración se inició en los mismos monasterios donde vivieron y murieron. Los autores de sus vitae eran los hombres más educados de su tiempo, incluyendo papas, obispos y abades.

Jacobo de Voragine era el arzobispo de Génova, no un folclorista recorriendo los campos para compilar cuentos de hadas fantásticos entre los iletrados. Simplemente recolectó, comparó y expandió lo que ya estaba escrito en los diversos martirologios litúrgicos que eran leídas en Maitines en toda la Cristiandad. La historia de San Dionisio el Cefalóforo era conocida, creída y cantada por los mismos clérigos que comisionaron las esculturas de la catedral. Era conocida, creída y cantada por Santo Tomás de Aquino y los teólogos escolásticos en la Universidad de París. Ellos por cierto, no tenían razón alguna para desconfiar.

Dado que no hay evidencia de que San Dionisio no llevara su cabeza, o que Santa Bárbara no fuese encerrada en una torre, o que Santa Catalina no destruyera la rueda de tortura, o que San Medardo no fuese protegido de la lluvia por un águila, o que San Cutberto no fuese reverenciado por las nutrias luego de una noche de penitencia en el frío mar. No existe evidencia de que San Eustaquio no viese la aparición de Cristo crucificado entre los cuernos de un ciervo, o que San Huberto no viese lo mismo, o que otros dos hombres sean en realidad uno mismo (pues quién dice que Dios no puede obrar un milagro similar dos veces). No existe evidencia alguna de que un monstruo gigante transportase al Niño Jesús a través de un río, o que la vela de Santa Genoveva no fuese apagada por un demonio -- pues los gigantes y los demonios son reales, y aún existen hoy.

Como la historia de San Jorge y el dragón -- sabemos que monstruosos reptiles alguna vez caminaron la tierra en gran número; y sabemos que pueden llenarse libros de esas rarezas que alguna vez se llamaron Lazarus taxa; sabemos que pescadores han sacado coelacantos de ríos africanos, y que las ratas de roca laosianas se venden en los mercados; sabemos que criaturas tan grandes y tan comunes como el calamar gigante pueden evadir el ojo del hombre moderno y todos sus aparatos; sabemos que criaturas tan grandes y tan fantásticas como el pájaro elefante de media tonelada vivieron y murieron incluso después del Concilio de Trento. ¿Por qué es imposible que reptiles grandes (posiblemente hoy extintos, pero tal vez no) semejantes a las descripciones de las hagiografías se ocultasen en la oscuridad en los días de San Jorge (o de Santa Margarita, San Silvestre o San Benito)? ¿O que el antiguo enemigo pudiese (y puede) conjurarlos de tiempo en tiempo?

E incluso más importante -- sabemos que la Sagrada Escritura, la inerrante Palabra de Dios, habla de dragones y basiliscos, de ranas que caen del cielo y ríos que se vuelven sangre. Los milagros de Elías no son menos fantásticos que los milagros de San Nicolás. La burra de Balaam no es menos fantástica que San Romualdo. El Viejo Testamento -- y el Nuevo -- no son menos fantásticos que la Leyenda Áurea. No huelen menos a mitología para la mente moderna.

Por supuesto que aquí alguno objetará que la Escritura es inerrante y que la hagiografía, no; que las vitae de los santos forman una tradición extrínseca a la Divina Revelación -- una tradición con t minúscula. Y sí, esto es verdad -- pero pienso que la obsesión de la catequesis popular y la apologética de distinguir entre las tradiciones con T mayúscula y con t minúscula es un buen ejemplo del viejo estratagema del demonio para hacer temer a los hombres exactamente el error equivocado a exactamente la hora equivocada. El mundo no está lleno de hombres que piensan que estas tradiciones deben creerse de fide. Está lleno de hombres que piensan que no necesitan creer; el minimalismo es la herejía de este tiempo. La hagiografía, la iconografía, las tradiciones monásticas y litúrgicas -- éstas son cosas santas y que llevan a Cristo, y un cristiano que las menosprecia, las insulta, las ignora, las cambia a su arbitrio o las rechaza por completo, lo hace a su riesgo.

Pero esto está realmente más allá. El debate acerca del valor de la hagiografía tradicional no debe reducirse al argumento sobre las diferentes categorías de la autoridad. Pues la Biblia no es sólo un libro de cuentos cuya veracidad no se nos permite cuestionar; es el registro de la acción de Dios entre los hombres y como hombre, es el registro de eventos que realmente ocurrieron – y nos habla de maravillas. O vivimos en un mundo en el cual este tipo de cosas pasen, o no.

Si creemos que vivimos en un mundo tal, las hagiografías ya no se nos aparecerán ridículas. Sino, la Resurrección misma se convierte en ridícula. La idea de que podemos salvar la reputación de la Iglesia concediendo a cada posible crítica de los escépticos, y que esto evitará que crucen la línea incruzable de la misma Revelación -- es como la idea de que un hombre tiene menos probabilidad de caer de un precipicio si baila tan próximo como sea posible a él, en vez de construir su casa y vivir su vida a miles de kilómetros de allí.

Entonces, demos el beneficio de la duda a la Leyenda Áurea y a las viejas hagiografías. Merecen al menos eso.





Imagen tradicional de la Virgen y el unicornio
Catedral de Lübeck (Alemania)

 

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