Los poderes mundiales están embriagados de la sangre de los mártires y sobre ellos ha descansado la gran ciudad. El poder político orgulloso, no cristiano, ha sido siempre anticristiano. Y ahora lo es también. Descristianiza y hace idolatrar como algo absoluto y definitivo lo humano, mediante un humanismo idolátrico y antiteístico ante el cual sucumbe —como un Molok ante el cual se hacían sacrificios humanos— la existencia reconocida de la persona individual y su libertad de albedrío. …