Héctor H. Hernández, Sacheri: Predicar y morir por la Argentina (Buenos Aires: Vórtice, 2007).
El 22 de diciembre de 1974, la Argentina se enteraba de otra víctima más de la enfermedad de crímenes que apestaba el país desde mediados de los ’60 y que se prolongaría hasta inicios de los ’80. El asesinado era un profesor universitario de 41 años y padre de siete niños – el mayor de 14 años y la menor de tan sólo 3. Frente a quienes, junto a su madre y otros tres niños amiguitos de ellos, fue acribillado un domingo a su regreso de Misa. ¿Era ésta una víctima más de la locura de aquellos años? ¿Quién era él? ¿Por qué lo mataron?
A casi 35 años de que nos fuera arrebatado, no sabemos con precisión quién o quiénes mataron a Carlos Alberto Sacheri. Pero sí sabemos porqué. Y eso es lo que nos cuenta este libro.
Sacheri fue un verdadero filósofo, pero con los pies en la tierra. Fue un tomista, pero más preocupado por aplicar esa doctrina en el día a día que en repetir la Summa hasta el hartazgo. Fue un nacionalista pero bastante alejado del estereotipo del seño fruncido y la pluma paranoica. Fue un militante católico laico, y no un “chupacirios” buscador eterno de aprobaciones episcopales para mover un dedo. Fue un contrarrevolucionario, pero sabía muy bien que los espacios que dejen los “buenos” los ocuparán los “malos”. Tenía convicciones firmes y claras, y por eso no temía la concertación tanto con “gorilas” como con peronistas, con conservadores como con nacionalistas de muy diversos pelajes, con practicantes como con católicos “de cartelito”, con tal que fuesen “hombres de buena voluntad”. Conversaba con quien se lo pidiese (así sólo asistieran dos personas a una charla) y por eso tenía una agenda completa, al mismo tiempo que buscaba no descuidar la familia y los amigos. Investigador, pero con una visión de totalidad poco común en el gremio. Preocupado por el corto plazo, sin perder de vista el horizonte. Buen profesor que sabía cómo transmitir su mensaje a distintos auditorios, tanto en un salón parroquial como en un aula de la Universidad de Buenos Aires. Tenaz director, organizador y redactor de publicaciones, tan diversas como una revista doctrinal como Verbo, una columna en un diario de gran circulación como La Nueva Provincia o una revista de actualidad política como Premisa. Fue uno de los pocos argentinos de este “palo” que fue a la vez reconocido en el exterior (en los Congresos de Lausana o en Canadá, los Estados Unidos o Francia desde donde lo reclamaban como profesor) y en el interior del país (convocado desde todos los rincones para hablar), en una época en que no existía internet ni medios de comunicación como los actuales. Denunció lo pernicioso del tercermundismo cuando el Episcopado aún lo consideraba sólo una gripe pasajera, pero a la vez buscó siempre “salvar al pecador” ofreciéndose a debatir y a charlar con estos sacerdotes y laicos a los que consideraba bienintencionados.
Y muchos lo consideraban el líder católico que la Argentina necesitaba. Y entre los que así pensaron nada más y nada menos que el obispo tercermundista Vicente Zazpe de Santa Fe.
En estas casi mil páginas, el autor, el Dr. Hernández, nos presenta a Sacheri como lo que fue y como lo vieron, sus amigos, sus discípulos, su familia y sus enemigos. Se reproducen textos fundamentales, muchos de ellos inéditos y otros de muy difícil hallazgo, que nos presentan los diversos aspectos de esta personalidad tan rica, aspectos de algunos de los cuales hablo más arriba.
La edición que tengo, la primera, tiene algunos errores menores (erratas, citas incompletas, repeticiones, etc.) que seguramente se solucionarán en sucesivas salidas y correcciones de un texto que considero fundamental. El estilo de la biografía es bastante original y se hace al principio un poco vertiginosa su lectura debiendo volver atrás unas cuantas veces para retomar el hilo del relato; pero la investigación presentada es formidable y más que compensa lo anterior.
Se echa un poco de menos una mayor profundización acerca de quiénes asesinaron a Sacheri en base, por ejemplo, a lo mucho que han publicado en estos últimos años cátedras “libres” en universidades o centros de documentación sobre guerrilla y terrorismo, en la Argentina y el exterior. Sin embargo, no dejan de explorarse un poco todas las hipótesis, desde la Triple A hasta el Ejército de Liberación “22 de Agosto” (que se atribuyó el atentado y, que si bien el biógrafo duda de su existencia, hoy sabemos gracias a lo publicado – por ejemplo en Página/12 o en CeDeMA – que fue efectivamente una escisión del ERP “22 de Agosto”, a su vez desgajado del PRT-ERP), pasando por una logia masónica, una secta satánica, militares golpistas liberales, mercenarios, sectores vinculados al tercermundismo o Montoneros. A todos ellos molestaba la existencia de Sacheri y todos ellos tenían sus motivos para haber querido acabar con su vida.
Dice el Catecismo que mártir es aquél que muere por odio a la fe. Me comentaba un amigo que, antes de leer este libro, dudaba que Sacheri pudiese ser realmente calificado de mártir por muy valiosa que haya sido su vida y su obra, pero que ahora había cambiado bastante de parecer. A todo aquél que le interese la historia argentina de los ’70 o la historia del laicado católico en la segunda mitad del siglo XX, recomiendo este libro. A todo aquél que ya haya leído El Orden Natural y la Iglesia Clandestina pero quiera profundizar en el pensamiento riquísimo de Sacheri (y quizá descubrir un Sacheri desconocido – cosa que me pasó a mí), también recomiendo esta obra. A todo aquél que quiera saber si existe algo fuera de las duplas izquierda-derecha, progresismo-conservadorismo, liberalismo-dirigismo, privatismo-estatismo…, también.
Y, de paso, el lector podrá enterarse de aspectos poco conocidos de las convulsionadas décadas del ’60 y el ’70, la guerrilla y el golpismo militarista (condenados ambos por Sacheri), la obra de la Ciudad Católica en la Argentina (muchísimo menos conspirativa y “exitosa” de lo que Verbitsky y la periodista francesa Robin nos quieren hacer creer), la rica figura del Padre Meinvielle (demasiado estereotipada, a mi juicio, entre amigos y discípulos), la “conversión” del cura Mujica interesado en aprender la Doctrina Social de la Iglesia que al parecer le habían retaceado, el simpático “frente nazi-judío” de Curutchet y Schonfeld en alguna patriada, o de cómo los laicos salvaron a un obispo que curas tercermundistas quisieron (y casi logran) deponer; entre muchos otros temas que, excepto en el boca a boca, eran virtualmente desconocidos hasta hoy.
(1933-1974)
Todos tendemos en nuestra actividad personal a creer que lo nuestro es lo más importante de todo. Ésa es una obra de amor propio, no una obra de santidad; es una tentación muy humana, lo sabemos bien, pero es el barro de lo humano. Nosotros tenemos que tender por una ascesis personal a superar ese espíritu de clan. Es el único modo de estar permanentemente abierto en una actitud de caridad al servicio de los demás.
Entonces lo que se nos pide a cada uno de nosotros y a todos en conjunto es una militancia heroica, créanme que no exagero en absoluto el contenido de mis palabras y este heroísmo tiene consecuencias evidentemente grandes para cada uno de nosotros. Leía hace unos días, un texto de San Pablo, de esos textos que son terriblemente simples de la Escritura y que uno nunca se cansará de meditarlos: "sin sangre no hay Redención".
...Si nosotros los católicos, universitarios católicos no estamos dispuestos a dejar correr nuestra propia sangre en una militancia heroica, la Argentina será marxista y no será católica... En nuestras manos está eso. Sin sangre no hay Redención, y lo que vale en el orden estrictamente sobrenatural para el cual habla San Pablo de la Redención de Cristo, vale también para la redención secular de una Argentina, de una sociedad tradicionalmente cristiana que debe reencontrarse definitivamente a sí misma en el sendero del cual la apartó el liberalismo de nuestros abuelos.
Rechazamos "los mañanas que cantan" pues se transformarán en gemidos y chirriar de dientes; rechazamos la "sociedad sin clases", que no hace sino encubrir una nueva maquinaria del despotismo totalitario y tecnocrático y, sobre todo, rechazamos siempre el creer que es la Iglesia la que debe intentar salvarse a sí misma convirtiéndose al mundo, pues hemos aprendido en nuestro modesto catecismo de infancia que sólo la Iglesia tiene palabras de vida eterna.
Responderemos siempre a ese mundo enceguecido y atormentado con las palabras de Bernanos: "no, no es con nuestra angustia y nuestro temor que odiamos al mundo; lo odiamos con toda nuestra esperanza". El cristiano, animado por la esperanza sobrenatural, se halla situado más allá de todo optimismo fácil y de todo pesimismo desalentador. Sabemos que nuestra vida es una misteriosa combinación de Pasión y de Resurrección, y nos decimos en alta voz, en este "año de fe", que es también el de nuestra esperanza, con Job -- pues Job y el Apocalipsis son las lecturas para los tiempos de tribulación --: "sé que mi Redentor vive y es por esto que resucitaré de la tierra al último día; esta esperanza reposa en mi seno". Pese a nuestra condición de peregrinos, viatores, itinerantes, disfrutamos desde ahora la alegría de nuestro destino último: "spe gaudentes", dice el Apóstol: "poseed la alegría que da la esperanza". Pidamos, pues, a Nuestra Señora de la Santa Esperanza la insigne gracia de nuestra mutua conversión, condición indispensable de una verdadera restauración de la inteligencia cristiana y de un santo orden social.