martes, 21 de abril de 2009

Nolite timere pusillus grex

Si bien comenzamos esta bitácora hace ya un tiempo, es evidente para quien ha seguido nuestras entradas en la misma, que recién remontó vuelo hace cosa de un mes luego de algunos cambios estéticos y funcionales, y, lo que es más significativo, luego de meses de meditar algunas cuestiones.

Desde que comenzamos a buscar altura en este viaje, y mientras tratamos de alcanzar velocidad de crucero, nos alegra el acompañamiento, lento pero constante, de lectores; a quienes, desde ya, agradecemos, al tiempo que nos entregamos a su benevolencia. La mayoría de éstos, nos esperanzamos, provienen del Argentino Reyno y de nuestra madre patria allende el Atlántico, esas Españas peninsulares por las que —al decir del Padre Castañeda— “somos gente”.

Españas plurales, “donde no se ponía el sol”, que eran como la prolongación de la Cristiandad en el Nuevo Mundo y el sostén de ésta en el Viejo. Y por eso fue atacada con el mayor de los odios, no sólo desde fuera, sino —y lo que es peor— desde dentro, por esa “damajuana de caña en una jaula de monos” (Castellani dixit) que fue (que es) el liberalismo. Liberalismo que primero nos despojó de nuestra unidad, destrozando las esperanzas de lo que pudo haber sido, y luego nos vendió barato a las fuerzas de la Revolución mundial anticristiana.

Y mientras la sombra de Mordor se extiende sobre la Tierra Media y la tormenta parece hacerse inminente, nos echamos al monte como los matiners carlistas, nos internamos en la jungla camboyana, nos fugamos a la frontera pampeana como Fierro y Cruz, nos alojamos en las catacumbas como la pequeña Severa… al menos de manera mística e interior, mientras nos preparamos para cuando debamos hacerlo de forma corpórea y exterior.

Nuestro reducto final, nuestro último baluarte, no es otro que el de los altares y los hogares, el viejo lema ciceronianopro aris et focis”. La patria, como gran hogar, tierra de los abuelos (terra patrum) y los nietos, rodeada por el mundialismo atomizante que, como moderno lecho de Procusto de formas tan elaboradas y complejas como siniestras, pretende conformar una legión de consumidores esclavos a su servicio. Por su parte, La Iglesia, sobre la que se dictó el eterno non praevalebunt, pero que, sino su altar, —como enseñaba Castellani— verá su atrio profanado, desde fuera por las turbas enardecidas en busca de su chivo expiatorio y desde dentro por los Judas contemporáneos que pretenden regalárselo. Y todos ellos —como explica René Girard— creerán estar haciendo un bien…

En fin, la familia en cuanto es la iglesia doméstica y la pequeña patria, es la Minas Tirith sitiada por el Señor Oscuro y sus secuaces desatados tras la caída del katejón. Cada vez es más evidente que la vía política nos está vedada (nos faltan completamente los medios económicos, mediáticos, propagandísticos y, hasta, humanos para alcanzar el poder). Cada vez más, la sociedad, como un todo, se está impermeabilizando ante nuestra prédica (preocupada en la satisfacción de su hedonismo material, sexual e, incluso, psicológico y espiritual). La Iglesia misma, una parte importante de ella (obispos, sacerdotes y laicos practicantes), no nos entiende, como si hablásemos una lengua desconocida; preocupada por el consenso, el diálogo, los valores, la democracia, etc. parece haber perdido de vista los principios eternos que debería predicar. Creemos que es ésta, la del hogar —no un hogar ideal, abstracto o general, sino el nuestro, éste y ahora—, la última trinchera antes del fin. Y el Enemigo lo sabe y por eso la ataca como lo hace, con todas las armas de la cultura de la muerte —aunque esto no es nuevo.

Decía, más o menos, Joseph de Maistre que, desde el hecho de la Revolución, debíamos “re-aprender” a ser tradicionales. Lo que antes era intuitivo; lo que antes sabíamos de nuestros padres y abuelos; lo que antes respirábamos en el ambiente; hoy, debemos estudiarlo, meditarlo, contemplarlo y transmitirlo. Creo que ya no nos alcanza solo con los grandes textos contrarrevolucionarios y tradicionalistas del pasado, hoy necesitamos “re-aprender” a ser buenos padres, esposos, hermanos, hijos y amigos, en Cristo y María; a la vez que astutos defensores del hogar en que Dios nos ha insertado. Y, desde allí, quizá, si Dios quiere, reconquistar algunos espacios públicos más o menos pequeños para Cristo. Necesitamos ser como los “últimos de Filipinas”, como esos soldados japoneses que a 30 años de terminada la Segunda Guerra seguían atrincherados en defensa de su emperador... En fin, como esos vietnamitas, yanquis y camboyanos de Apocapypse Now.

Creemos, como un extraordinario artículo que leímos una vez, que

Dios confió a la humanidad el cuidado de su Iglesia en este mundo hasta la Parusía. Es construyéndola en el territorio del Enemigo que participamos en la acción de la Providencia en la historia, y que nos santificamos. Dios ciertamente puede asistirnos de maneras extraordinarias; la notable vigorosidad de la Iglesia en algunos momentos sólo se puede explicar por intervención divina. Pero nada en justicia, exige a Dios darnos un nuevo grupo de santos, héroes y sabios para arreglar todas las cosas como si nada. Cuando la Iglesia necesita santos, héroes y sabios, no tiene a nadie más que a nosotros. Y la mayoría de nosotros estamos demasiado malditamente orgullosos de nuestra falsa humildad para aunque sea intentar la santidad heroica.


El estado de la vida cristiana hoy, como siempre, es el de rezar entre ruinas; de rastrillar entre los escombros de una iglesia largamente destruida en busca de pedazos que podamos reconocer; en asirnos a ellos y atesorarlos de una manera que los hombres que los disfrutaron en su esplendor nunca hicieron. Venerar estos pedazos de escombros, y estudiarlos para darnos una idea de la forma en que encajaron y el significado que alguna vez tuvieron. Inducir lo que podamos de los olvidados métodos de construcción y el lenguaje del simbolismo también olvidado, y reconstruir lo que podamos en el tiempo que se nos da. Construir algo bello para Dios, de modo que el recuerdo de la antigua fe pueda sobrevivir para la próxima generación, hasta que las fuerzas del mal destruyan, quemen y sepulten nuestras construcciones.


Y hacer esto creyendo, a pesar de toda tentación para desesperarse, que la victoria ya se ha ganado, y que la liberación está cerca. Nos ha sido dada la tarea de modo que en ella podamos encontrar nuestro propósito, nuestro gozo y nuestra santidad. Y perseverando, heredaremos un nuevo cielo y una nueva tierra, en la cual construir en forma permanente lo que hemos construido en pobre imitación en este mundo roto.*


Placa del siglo XII que representa a Hugo de Vaudemont y su esposa Ana. Cuenta la historia que el conde Hugo partió a las Cruzadas y allí fue tomado prisionero por los sarracenos. Toda su familia lo dio por muerto, excepto su esposa, Ana de Lorena quien lo esperó durante 16 devotos años. Al regreso del cruzado, su mandó realizar esta placa conmemorativa que aún puede verse en la iglesia franciscana de Nancy.



 

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